LA BAILARINA Y EL ACRÓBATA
Termina el tiempo de examen y quedan, como suele ocurrir, algunos rezagados que escriben a toda velocidad una idea llegada a sus mentes en el último segundo. Lo he advertido ya varias veces: debo marcharme, tengo otra clase y estoy llegando tarde. También como suele ocurrir, los rezagados me dicen que sí, que ya está, que un minutillo más, que solo les queda terminar una frase. No es verdad. Escriben, escriben y escriben. Insisto en que me marcho y ellos insisten en que solo una palabra más, pero nada de eso es cierto y todos somos conscientes de ello.
En esta ocasión, los que permanecen en el aula de examen cuando sus compañeros ya se han marchado son un chico y una chica. Él es rubio y delicado, de modales exquisitos y vestimenta colorida. Ella es morena y expresiva, de melena rizada y sonrisa fácil. Son un acróbata y una bailarina. (Lo que acabo de decir precisa un contexto: doy clase en bachilleratos artísticos, poblados de extraordinarias criaturas como estas). Mientras recopilo todas mis pertenencias, que como siempre he esparcido sobre la mesa del profesor, tomo conciencia de la singularidad de estos dos jóvenes que escriben a toda la velocidad que les permiten sus manos, tan hábiles en sus respectivas disciplinas. Y, por un instante, me parece que el aula iluminada por la claridad de la mañana se queda a oscuras, y que sendos focos alumbran las dos figuras, que ya no están sentadas: ella danza con la gracilidad de sus miembros largos y elásticos; él está encaramado en un trapecio que pende de un techo que se pierde en la sombra. Ella va vestida de blanco y el vuelo de su falda subraya sus movimientos llenos de vida y energía; él se contorsiona hasta lo imposible, en un alarde de flexibilidad y equilibrio: un esplendor. Me saca de mi ensimismamiento el sonido de dos palabras:
—Toma, profe.
La bailarina y el acróbata están de pie frente a mí, tendiéndome sendos folios. El espacio que nos rodea ha vuelto a ser el aula grande y destartalada que usamos para los exámenes, teñida por la claridad diurna. Me quedo con los papeles en la mano, viendo partir a los dos estudiantes. Ha sido solo un destello. Ahora toca el horario apretado del viernes, las clases que se suceden a toque de timbre, la pila de exámenes por corregir que se cierne como una amenaza sobre el fin de semana. La vida real, tan pálida y desdibujada como la luz que entra por las ventanas.
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