LECTURAS DE JUNIO (2023)

Pocas cosas me gustan más que un corral de comedias en el que resuenen los briosos versos de Lope, Tirso o Calderón; por ello me lancé a leer esta novela de la actriz y escritora Elvira Menéndez apenas me enteré de su existencia. La mujer a la que se alude en el título es la Calderona, apodo con el que se conoció en su tiempo a María Inés Calderón, cómica que fascinó por igual a espectadores y a miembros de la nobleza, que dio a luz a un hijo bastardo del rey Felipe IV y que terminó sus días como abadesa de un convento de Guadalajara. Tan fascinante personaje le permite a Elvira Menéndez hacer un recorrido por el ambiente teatral del Madrid del siglo XVII, por sus tabernas y mentideros, por sus corrales de comedias y sus palacios. Pero no queda ahí la cosa: la azarosa trayectoria vital de la protagonista permite explorar otros territorios alejados de la corte, como las ventas de los caminos, los pueblos a los que los llamados «cómicos de la legua» llegaban con su tinglado ambulante e incluso recónditos parajes de la sierra que sirvieron de escondite a grupos de bandoleros. La acción está estructurada siguiendo dos líneas, el presente de la joven actriz que sufre las represalias del rey por haberle engañado con un antiguo amante y los recuerdos de la abadesa madura que, desde su encierro forzoso en un convento, evoca los agitados avatares de su juventud. Por estas páginas ágiles y amenas desfilan todo tipo de personajes representativos de la sociedad de la época y, para regocijo de los amantes del Barroco, figuras señeras como Francisco de Quevedo y los inefables cómicos Jusepa Vaca y Juan Rana. Un libro que destila amor al teatro y a los tiempos a la vez deslumbrantes y sombríos del Siglo de Oro español. 

Termino mi primer ―y tardío― contacto con la narrativa de Gustavo Martín Garzo con una sorprendente sensación de familiaridad. No esperaba, al adentrarme en las páginas de Donde no estás, ir a encontrarme con un constante goteo de elementos que me son gratos y que pertenecen a mi imaginario (perdón por la pedantería y por empezar esta reseña hablando de mí) desde que puedo recordar: los pasadizos, los pozos, las habitaciones ocultas, las puertas condenadas, los muertos que visitan en sueños a los vivos, el agua que atrae y oculta secretos, los sonámbulos; elementos con los que he fantaseado desde niña y que me atraen de forma irrefrenable. Con independencia de estos gustos personales, Donde no estás es una novela delicada y preciosa, construida por medio de la alternancia de voces femeninas que van contando, con una mezcla de libertad y precisión, varias décadas de la vida de una familia. La abuela, poderosa por posición social y por carácter; la madre, figura misteriosa y de prematura desaparición; la criada, depositaria de lealtades y secretos familiares; la nieta, asombrada descubridora de una forma de vida que ya no es la suya: entre todas van levantando frente al lector un testimonio que retrata por un lado la dura realidad de la guerra civil y sus secuelas y por otro el mundo mágico y fascinante de lo inexplicable, de lo que solo los seres dotados de una especial sensibilidad son capaces de percibir. Y, en medio de todas ellas, como nexo de unión entre lo real y lo intangible, la figura enigmática de Sara, amiga de infancia de la madre, una muchacha muda, encarnación de las fuerzas irracionales, pero también símbolo, con su terrible destino, del dolor de los humildes y de los sojuzgados, de los que siempre salen perdiendo bajo el yugo de los poderosos. Con su mirada delicada y su capacidad de sugerencia, Martín Garzo nos habla de las múltiples capas de la realidad y demuestra que se puede ahondar en sus aspectos más crudos sin olvidar la belleza que reside en el misterio. 

Llega a mis manos de una forma un tanto alambicada esta obra de Frédéric Dard: escribo en el buscador de mi biblioteca digital el nombre de Simenon y me aparece en séptimo lugar este título, después de una serie de novelas y de adaptaciones al cine del gran maestro belga. ¿La razón? Una frase presente en su sinopsis, que califica a este autor para mí desconocido hasta entonces como «el heredero literario de Céline y Simenon». También se define El montacargas  como un «clásico de la novela negra», lo que me empuja a sacarlo en préstamo de inmediato. Porque amo, cada vez más, las historias policíacas en las que los investigadores se patean las calles y entrevistan sin tregua a los sospechosos, en las que los cómplices se comunican a través de llamadas desde cabinas telefónicas y en las que policías y delincuentes se arman de paciencia montando guardia en una esquina, bajo la lluvia o en plena madrugada. Un mundo previo a los móviles y a la eficiente frialdad de las todopoderosas pruebas informáticas y científicas. Llego así hasta El montacargas, que resulta ser, en consonancia con su título, una novela que funciona con precisión extraordinaria, como una maquinaria bien engrasada. Es también una historia policíaca atípica, en la que apenas asoman los investigadores y en la que el cadáver aparece y desaparece: una trama endiabladamente bien trazada que empieza cuando el protagonista, un hombre recién salido de la cárcel, solo en la Nochebuena parisina, entabla contacto con una madre joven acompañada por su hija. Aparte de un hábil armador de intrigas, Frédéric Dard resulta ser un mago en la creación de ambientes: los cafés bulliciosos, las calles iluminadas y, en contraste, el escenario principal de la trama, un solitario edificio aledaño a una imprenta, con un amenazador montacargas que evoca una jaula de metal, se convierten en personajes tan vivos como el exconvicto desnortado y su vulnerable y casual compañera. He disfrutado sobremanera con esta historia impredecible que es imposible abandonar una vez que se empieza. Agradezco la hábil asociación del buscador digital, al que debo ya alguna otra alegría semejante. Dejarse seducir por títulos imprevistos es parte de la gratificante aventura de leer.

Comentarios