CLÁSICOS IMPRESCINDIBLES

A mediados de este mes, un artículo de Antonio Muñoz Molina saltó a las redes sociales, donde fue compartido hasta la saciedad, desde su ubicación original en El País. Su título era harto elocuente: La era de la vileza; en él, el escritor pasaba revista a las mezquinas artimañas empleadas por ciertas fuerzas políticas en su avasalladora y carente de escrúpulos carrera hacia el poder. Y lo hacía con esa combinación entre sensibilidad, sentido común, honestidad y precisión lingüística a la que nos tiene acostumbrados, pero que, a juzgar por el éxito de este artículo en concreto, es evidente que no deja de conmovernos a muchos de sus lectores. Cuando la lucidez para analizar la realidad, la integridad y la belleza del estilo se dan juntos en un escritor, esto lo vuelve, en mi opinión, irresistible.  

Precisamente por esos días en que el artículo de Muñoz Molina se hizo viral, abordaba yo la lectura de un libro que tenía desde hacía meses en mi poder, pero para el cual no había encontrado aún el momento idóneo. Se trata de Los hombres no son islas, del recientemente desaparecido Nuccio Ordine, conjunto de ensayos breves sobre obras consideradas clásicas, escritas desde la antigüedad hasta el siglo XX. Me había parecido que su lectura requería un estado de ánimo reposado, en las antípodas de las prisas del final de curso; esa decisión ha traído consigo la afortunada casualidad de que me encuentre leyendo los certeros comentarios de Ordine sobre su variopinta selección de clásicos en medio del batiburrillo, el desconcierto y el ruido de las jornadas previas a las elecciones generales.

Los hombres no son islas toma su título de un bellísimo pasaje de la obra Devociones para circunstancias inminentes, escrita en 1624 por el poeta inglés John Donne: «Ningún hombre es una isla, ni se basta a sí mismo; todo hombre es una parte del continente, una parte del océano». Ordine comenta dicho texto en un extenso prólogo titulado Vivir para los otros: literatura y solidaridad humana, en el cual a las palabras del poeta inglés se suman las de otros autores que defienden la idea de que los seres humanos somos compañeros de viaje y que rechazan la injusticia que sitúa a unos pocos en un lugar de privilegio a costa del sufrimiento de muchos. En definitiva, como afirma Donne en una afortunadísima fórmula de gran éxito en la posteridad, la idea de que «la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque soy parte de la humanidad; así, nunca pidas a alguien que pregunte por quién doblan las campanas; están doblando por ti».

En esa misma línea, desfilan por las páginas introductorias de Los hombres no son islas palabras escritas en la antigua Roma, en la Persia medieval, en la Francia del Renacimiento, en la Norteamérica de los albores del siglo XX, en la Inglaterra isabelina y en la del periodo de entreguerras; resuenan voces de distintas épocas y latitudes en un hermoso diálogo que salta por encima de las barreras de espacio y tiempo para construir una encendida defensa de la fraternidad humana. Afirma Francis Bacon: «Si un hombre es generoso y cortés con los extranjeros, eso demuestra que es ciudadano del mundo y que su corazón no está aislado de otras tierras, sino que forma parte con ellas de un continente». Ahondando en ese mismo concepto y rechazando la rígida visión del planeta como un  territorio dividido por fronteras infranqueables, Michel de Montaigne cristaliza en esta preciosa afirmación el gozo de sentirse habitante de una patria sin límites: «Cualquier cielo me va bien». Desde una distancia de tres siglos, añade Virginia Woolf en su novela Las olas: «No creo en la separación. No somos individuales». Estas palabras contienen resonancias del emocionante verso de Walt Whitman: «Yo también soy una parte de ese océano, mi amor, no estamos muy lejos el uno del otro». Cerca de dos milenios antes, había reflexionado Séneca: «Todo esto que ves que incluye las cosas divinas y las humanas es una unidad: somos miembros de un gran cuerpo». Y se hacía eco del celebérrimo verso de Terencio: «Hombre soy y nada humano me es ajeno». En la obra medieval persa El jardín de las rosas, el poeta Saadi de Shiraz lanza esta consigna sobrecogedora: «¡Tú, impasible ante el dolor ajeno / al nombre de hombre no tienes derecho!» Y tres siglos después, con su verbo poderoso, pone Shakespeare en boca de uno de sus personajes de Rey Lear este manifiesto a favor de la igualdad de los seres humanos y la eliminación de la injusticia: «¡Dioses, obrad siempre así! ¡Que el hombre / atiborrado y opulento, que avasalla / vuestras leyes,  que no ve porque no siente, / no tarde en sentir vuestro poder! / Que la distribución anule lo superfluo / y todos tengan suficiente».

Este cielo común a toda la humanidad, este cuerpo único que engloba cuerpos singulares, este océano compuesto de incontables gotas que son a la vez individuales y parte de un todo, estos seres humanos concebidos no como islas sino como integrantes de un continente, son esperanzadoras metáforas que me han consolado durante los últimos días del clima de enfrentamiento, del ruido provocado con intención de sacar provecho, de las consignas que animan a proteger lo propio frente al forastero, del insulto y la mentira esgrimidas como armas legítimas. Estos autores seleccionados por Nuccio Ordine se me han revelado como imprescindibles por la nobleza de sus pensamientos y la belleza de sus palabras. Es lo que tienen los clásicos: como reza el subtítulo del libro, «nos  ayudan a  vivir». Estoy convencida de que Muñoz Molina, una vez sometido al inevitable tamiz del tiempo, se convertirá en uno de ellos.

Comentarios

  1. Pues sí, la vileza en nombre de una supuesta acción de salvación que solo busca anular al adversario por todos los medios, decentes o no, es, justo, lo opuesto a la nobleza. Lo peor de la vileza a la que alude Muñoz Molina en otro de sus magníficos artículos es que se disfraza de lo contrario y pretende esgrimir la justeza y la necesidad ineludible como pretexto para conseguir más poder y más dinero. Y sí, el hombre-isla es el resultado de ambos anhelos cuando se ponen por encima de cualquier otro en una sociedad devorada por la prisa de llegar a ningún sitio. El individualismo actual ( o sea el egoísmo de siempre) es imprescindible para que algunos lleguen a lo más "alto" y es fatal para esa mayoría que pretende seguir la vía de lo que demanda esa bendita necesidad que tiene la humanidad de sí misma. Paciencia, el río siempre encuentra su cauce.

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  2. El río siempre encuentra su cauce, pero con el tiempo vuelve a desbordarse. Esperemos que, en las circunstancias actuales, el sentido común y un mínimo de honestidad (no pido más) pongan freno a la inundación. Gracias por tu elocuente comentario.

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