SALVANDO A UNA MARIPOSA

El lunes pasado regresé a Madrid después de pasar unos días en el norte. El viaje se me estaba haciendo largo y penoso: cada vez hacía más calor, el aire acondicionado de mi coche había elegido ese momento para empezar a fallar y tenía en perspectiva el reingreso en el horno madrileño. No estaba, pues, del mejor de los ánimos. Al detenerme en una gasolinera, observé algo que añadió leña a mi disgusto. Por el borde de una rejilla que adorna la parte frontal de mi vehículo asomaban dos alas amarillas. Una mariposa había quedado atrapada allí. Las alas se agitaban ligeramente, tal vez a causa de la brisa, pero ese leve movimiento me produjo la angustiosa idea de que la pobre criatura estaba viva y luchaba por liberarse. 

Lo intenté todo. Abrí el capó, pero la infame rejilla permaneció inmóvil en su sitio, sin aflojar un ápice la presión sobre su prisionera. Estúpidamente, me puse a soplar, pensando que, si acrecentaba la brisa, tal vez esta arrebataría el cuerpecillo del cepo que lo atenazaba. Debía de componer una imagen curiosa, arrodillada junto al surtidor de gasolina, dando soplidos en el morro del coche. Aparte de conseguir una ridícula estampa, no logré nada más. Las alas seguían allí atrapadas, agitándose en lo que me parecía una petición de auxilio. Mi inquietud creció. Quería creer que el pobre animalillo estaba muerto, pero una parte de mí ―ese malévolo sector de mi cerebro que se complace en trazar negros panoramas en mi imaginación― me hacía evocar una muerte lenta y agónica. Entonces hice lo que nunca se debe hacer: tendí la mano para tocar el insecto y lo único que conseguí fue que se desprendieran esas escamas que cubren las alas de las mariposas, a las que el imaginario popular ha convertido en un polvillo mágico, depositario del maravilloso don de volar. Me miré con desaliento los dedos manchados. A esas alturas, el insignificante episodio había alcanzado una dimensión impropia en mi mente. Volví a subirme al coche tras echar gasolina, con una desproporcionada sensación de fracaso. Aquella mariposa atrapada sin remisión me parecía el símbolo de la belleza del mundo, en trance de destruirse. 

Unos días después, una página web de asuntos culturales que sigo con interés me sorprendió con una fotografía que tiene protagonistas similares a este episodio que acabo de relatar: una mariposa en peligro y una persona deseosa de salvarla. La persona en cuestión es la tenista japonesa Naomi Osaka; la mariposa, un bonito ejemplar de alas negras y naranjas que vino a posarse en la cara de la jugadora en pleno partido del Open de Australia 2021. No es la primera vez, según he podido constatar con una rápida búsqueda en Internet, en que un tenista hace exactamente lo que hizo Osaka: parar el juego para poner la mariposa en un lugar seguro y evitar pisotearla. Lo singular en esta ocasión es la intervención del fotógrafo australiano David Gray, quien con pericia y sentido de la oportunidad ―aparte de una indudable fortuna― tomó una imagen que ha resultado ganadora de los premios World Sports Photography de este año. En ella, se ven el cuerpo de la tenista y su sombra reflejada sobre la superficie azul de la pista. En la punta de su mano se recorta la silueta de la mariposa, con las alas extendidas. Es una imagen sorprendente. La sombra de la joven, con el pelo echado sobre la cara y el brazo extendido en un grácil gesto, parece la figura de un hada.


Toda esta reflexión sobre la mariposa que pudo ser rescatada y la que no me lleva a recordar el portentoso relato de Ray Bradbury titulado El sonido de un trueno. Su argumento es de sobra conocido: en un futuro que para Bradbury era lejano y que para nosotros es de una inquietante proximidad, una empresa de viajes al pasado comercializa safaris en épocas remotas para cazar animales extintos. Los participantes son alertados de que, bajo ningún concepto, deben eliminar a ninguna otra criatura, ya que eso podría tener serias repercusiones en la evolución posterior. Pero uno de estos viajeros del tiempo pisa involuntariamente un poco de hierba y mata una mariposa. Cuando regresa a su presente, descubre que el mundo es radicalmente distinto al que él dejó. No puedo evitar pensar qué cambios imperceptibles provocará la desaparición de la pobre mariposa amarilla a la que atrapé sin pretenderlo en mi viaje de regreso a casa. Cambios que se irán multiplicando con el paso de las décadas, de los siglos y milenios, y que, por obra y gracia de mi perversa imaginación, se me antojan calamitosos. Para consolarme, contemplo la bella imagen de Naomi con la silueta alada en la punta de sus dedos. Un hada salvando una mariposa que no es solo una mariposa, sino la forma de contrarrestar otros finales menos felices, otras desgraciadas concatenaciones de hechos. La viva plasmación de que la vida nos brinda a veces curiosas formas de compensación.

Comentarios

  1. Soy de las que creo que un buenos días o un buenas tardes, un gracias cambia todo, un mami dame las pinzas cuando estás tendiendo la colada de tu madre enferma o un gracias a un/a camarera novat@, cambiemos todo a mejor y esa empatía con ese animalito te hace especial, ojalá todos tuviéramos ese amor en el último instante de tu vida.

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    1. Completamente de acuerdo contigo, querida Puri. No tienen por qué ser grandes gestos: las pequeñas muestras de amabilidad suponen un cambio radical en nuestra vida diaria. Y, en el lado contrario, la desconsideración, la brusquedad, los empujones, el no ceder el paso o no dar las gracias al que te está sujetando una puerta (elementos todos ellos que conforman el día a día en este Madrid de mis pesares) hacen la vida un poco, o un bastante, peor.

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  2. Es una bonita explicación de...el efecto mariposa

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    1. De hecho, se suele relacionar este relato de Bradbury con el surgimiento de dicha teoría, cuando, según creo, no tuvo nada que ver. Aunque, si lo pensamos bien, Bradbury tiene que ver con casi todo: es lo que tienen los genios.

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