MUNDO DE LOCOS
Dos tipos con grotescos gorros puntiagudos, dos enmascarados y un rostro solo a medias humano con una estática expresión de asombro. Cinco sombríos maniquís colocados en perfecta frontalidad, sin atisbo alguno de evocación naturalista ni búsqueda de implicación sentimental. Este es el impactante grupo que me cortó el paso, con el terminante gesto de dos brazos alzados, cuando paseaba por una sala del Museo Wallraf-Richartz de Colonia el pasado mes de julio. Porque hay cuadros que resplandecen, otros que seducen o que halagan los sentidos, que nos intrigan o nos atraen desde su rincón, pero los hay también que nos golpean con la contundente rotundidad de una bofetada.
Heinrich Hoerle pintó Carnaval en 1929, en un momento de intensas turbulencias en la vida de su Alemania natal. Hoerle era uno de los líderes de los Progresistas de Colonia, grupo de artistas surgido tras la Primera Guerra Mundial y que concebía el arte como una herramienta política. Se ha interpretado este carnaval como una alegoría de la incipiente escalada del nazismo, pero en esta descarnada representación hay elementos que parecen ir mucho más allá de lo estrictamente contemporáneo a su creación: los rostros bobalicones de los payasos que alzan sus brazos, la figura siniestra que atenaza a uno de ellos rodeándole el cuello, la inquietante presencia de la máscara griega de poblada barba que descubre bajo la túnica un pecho de mujer. Estupidez, locura, violencia, ambigüedad, incertidumbre, engaño: la vida como un carnaval oscuro y amenazador. Y, en el fondo, el rostro atónito que nos refleja y nos incluye como testigos de este baile de locos.
Precisamente un día antes, en el Museo Ludwig, me había encontrado con otro artista del grupo de Progresistas de Colonia que utiliza la figura clásica del loco como elemento central de una composición. Se trata de Peter Josef Paffenholz, quien en 1944 creó esta hermosa xilografía titulada Un loco sentado sobre el globo. Pero la similitud del tema con la obra de Hoerle cede paso a un estilo radicalmente distinto: este bufón instalado con gesto alicaído sobre la Tierra, víctima por aquellas fechas del mayor de los horrores, provoca una identificación sentimental en el que lo contempla. Hoerle nos hacía retroceder de un empujón para observar su siniestro carnaval desde lejos; Paffenholz nos reclama para hacernos partícipes del desánimo de su protagonista, quién sabe si incluso para que nos sentemos juntos, unidos por la derrota ante una realidad incomprensible, la de la Segunda Guerra Mundial, la de todas las guerras. En cualquier caso, un mundo de locos.
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