En una Edad Media estilizada y simbólica como
extraída de una pintura mural, Herman Hesse traza la historia de amistad entre
dos personajes diametralmente distintos, Narciso y Goldmundo, representación de
dos formas de afrontar la existencia. Narciso es un monje ascético y riguroso,
que vive con rectitud el apartamiento del mundo y de las pasiones. Encarna el
intelecto, la espiritualidad, el control frente a los apetitos. Goldmundo es un
joven que intenta seguir la vida monacal pero fracasa. Es impulsivo, sensible,
conectado con la realidad material, proclive a la aventura y a los amoríos: es un
vividor y un artista. Mientras Narciso permanece en el monasterio, entregado a
la penitencia y el estudio, Goldmundo vaga por el país, entrando en contacto
con la infinita variedad de matices de la vida humana, desde el deslumbramiento
del amor hasta los horrores de la peste. Un firme hilo conecta a ambos amigos a
pesar de su larga separación. Su relación a prueba de ausencias le sirve a
Hesse para construir un fuerte entramado ideológico que se desarrolla
especialmente a través de los diálogos entre ambos. Pero, lejos de quedarse en
el terreno de la abstracción, Narciso y Goldmundo es también una
emocionante historia sobre la amistad y su valor como asidero frente a los
azotes de la vida, sobre la importancia de saber mirar al otro para reconocerse
a uno mismo. Todo ello está envuelto en una prosa clásica y elegante, con
bellísimas descripciones sobre la naturaleza y las emociones que esta suscita.
He disfrutado mucho de la lectura de este libro inteligente, demorado y
hermoso. De vez en cuando, hay que volver a leer a los clásicos. Está claro que
lo son por algo.
La
primera vez que tuve noticias de la existencia de la pintora Sofonisba
Anguissola fue gracias al precioso libro de Ángeles Caso Las olvidadas.
En él se pasa revista, entre otras mujeres a las que la historia ha negado el
puesto que se merecen, a la trayectoria de esta artista prolífica y rebosante
de talento, dotada de la habilidad de captar la vida que latía bajo los
encorsetados modos de la corte española del segundo Renacimiento. Quince años
después, el mismísimo Museo del Prado compensó tan largo e injusto olvido
organizando una exposición de las obras de dos autoras de la segunda mitad del
XVI, la propia Anguissola y Davinia Fontana. Al parecer, somos muchos los
atraídos por esta figura tan fascinante desde el punto de vista artístico y
vital: José María Merino se cuenta en este grupo de admiradores y, como tal, ha
tomado como punto de partida la figura de Anguissola para crear su última obra,
La novela posible. Pero la cosa no queda ahí. La novela posible es,
en realidad, un trío de novelas. Es, en primer lugar, la experiencia del propio
escritor en un tiempo tan cercano, reconocible e incómodo para todos como el
del confinamiento. Merino vertebra su relato autobiográfico hilando sensaciones
fácilmente reconocibles: el desconcierto, el miedo, la expectación, el anclaje
en las pequeñas cosas que dieron sentido a esa extraña existencia limitada en
el espacio de una forma que antes de esa circunstancia excepcional nos habría
parecido inconcebible. Merino sobrelleva como puede esos días atípicos, con sus
pequeñas rutinas, con sus comunicaciones cibernéticas con amigos, familiares y
colegas. Y también con la preparación de lo que será su recreación de la vida
de la pintora que tanta atracción ejerce sobre él, y que conforma el segundo
hilo de este tejido narrativo a tres voces. Una tercera puerta se abre cuando
el autor-narrador observa a una vecina que, sentada en la terraza, parece
trabajar con su ordenador y un libro que, para su sorpresa, resulta ser la
biografía de Sofonisba Anguissola. Las vivencias de esta joven desconocida, su
tortuosa relación sentimental con un pintor y su amor al arte constituyen el
tercer pilar sobre el que se asienta esta novela múltiple, que habla de los
tiempos difíciles, los de antes y los de ahora, y de la posibilidad de
superarlos del ser humano apoyándose en la capacidad de imaginar, de crear
belleza o de apreciar la que ha sido creada por otros.
Hasta
el presente no había leído nada de Jo Nesbø, lo cual es sorprendente teniendo
en cuenta mi afición al género negro. Una recomendación de mi querido ―y ya
añorado, por desgracia― Domingo Villar me ha llevado a su última novela hasta
la fecha, la titulada El reino. Me confieso fascinada por la
capacidad de Nesbø para adentrarse en la compleja psicología de sus personajes
y para crear una trama policiaca alejada de los cánones al uso, hasta el punto
de que el lector olvida que se encuentra frente a una novela negra. Tal vez
porque en realidad no lo es, o al menos no se limita a ser eso. El reino es un
viaje alucinante al interior de la mente del protagonista, Roy, un hombre
solitario que vive en el caserón familiar, volcado en su trabajo en la
gasolinera del pueblo. El afán de protección hacia su hermano menor, Carl, ha
marcado su vida hasta límites inconcebibles, y la seguirá marcando cuando Carl
regrese al pueblo tras unos años de ausencia, acompañado por su joven esposa y
con un proyecto urbanístico que pondrá en jaque a toda la comunidad. El reino
al que alude el título es la estrecha relación entre hermanos, forjada a base
de penalidades y turbias relaciones familiares, y que tiene su sede en la casa
heredada de los padres, situada al final de una carretera tortuosa con una
curva cerrada que es un punto fundamental en la trama policiaca, pero también
un símbolo de la inaccesibilidad, de la hermética relación familiar, del
peligro al que se enfrenta cualquiera que pretenda tener acceso a ella. Y eso
incluye al lector.
Como
sucede en todas las obras de Graeme Macrae Burnet que conozco, el punto de
partida de Caso clínico sitúa al lector en un punto de incertidumbre
entre la realidad y la ficción. En la primera página, el autor relata cómo un
desconocido se pone en contacto con él para hacerle llegar un material que le
parece interesante: el diario de una joven pariente suya, en el que esta
refleja su relación con un famoso ―y controvertido― psicoterapeuta. La joven en
cuestión se había acercado a la consulta de tan peculiar personaje intentando
esclarecer el misterio de la muerte de su hermana, que se suicidó tras acudir a
una serie de sesiones de terapia. El comienzo, pues, no puede ser más
intrigante. Y el desarrollo lo será aún más si el lector no cede a la tentación
de investigar y arrojar luz sobre la veracidad de lo narrado. ¿Existió el polémico
A. Collins Braithwaite, feroz dinamitador de los métodos de la psicología de
los años sesenta? ¿Burnet se apoya para construir su trama en una historia
real, en uno de esos “casos clínicos” que el propio Braithwaite usó como
material para sus libros? Créanme los lectores primerizos de este autor: mejor
no saberlo hasta el final (si me apuran, mejor no llegar a saberlo nunca).
Dejemos a este maestro de la ambigüedad desarrollar una trama por la que
desfilan personajes reales del Londres de la época, en un constante juego entre
lo que sucedió de verdad y lo que podría haber sucedido, y que supone una
brillante reflexión sobre la identidad y sus fluctuaciones, sobre el engaño y
la locura.
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