QUODLIBET

Una serie de objetos dispuestos en aparente confusión puede formar un conjunto de sorprendente belleza. Un puñado de cartas cerradas o abiertas, que exponen ante ojos indiscretos las historiadas letras de sus encabezamientos y sus vivos lacres de cera roja. Un par de peines, un abrecartas, un papel azul enrollado de cualquier manera. Como fondo, un modesto panel de madera de color claro, del cual pende el conjunto de forma precaria, gracias a un listón, un par de cordones y unos clavos. Este cuadro en apariencia sin pretensiones, pero atravesado por un ritmo en la composición y por una delicadeza en la gama cromática que lo hacen inolvidable, se debe a los pinceles del artista flamenco Cornelis Norbertus Gysbrechts y lleva por título Quodlibet.


Quodlibet es una palabra latina de hermosa sonoridad y significado que suena a ofrecimiento: ese “lo que sea” o “lo que se quiera” parece una invitación a elegir, a dejarse llevar por el capricho, sin atender a normas ni a criterios ajenos, tan solo en aras del disfrute. Dicho término se ha utilizado para dar nombre a obras de distintas disciplinas artísticas que están unidas por el común denominador de una imprevisible variedad. En el caso de la pintura, quodlibet es un tipo de naturaleza muerta en el que se reúnen objetos diversos, unidos por un criterio que en ocasiones no resulta fácil de adivinar. Dichos objetos aparecen con frecuencia sujetos por cintas y clavos, como si se tratara de una pequeña exposición de los recuerdos más queridos de una persona o los principales hitos de su existencia. Los artistas que se especializaron en este género hacían increíbles alardes de realismo en la representación de las piezas que formaban esas pequeñas mezcolanzas: el que las contempla tiene la impresión no de hallarse delante de un cuadro, sino de haber abierto una caja de recuerdos, de estar asomándose al mapa sentimental de una vida. 

Yo ignoraba la existencia de este género pictórico hasta que lo descubrí en la exposición Hiperreal del Museo Thyssen, en abril o mayo pasado. Aparte de este descubrimiento, dicha exposición trajo aparejadas dos consecuencias: me enamoré del cuadro que encabeza estas líneas y decidí dedicarle una entrada en mi blog. No lo hice; eran tiempos complicados. Pero mi hermoso quodlibet me tenía preparada una sorpresa. Varios meses después de nuestro primer encuentro, a comienzos de julio, volvimos a reunirnos en el Museo Wallraf-Richartz de Colonia. Allí estaba, en una de las salas dedicadas a la pintura barroca, rodeado de sus parientes flamencos y holandeses, de impresionantes realismo y cotidianeidad. Lleno de luz, con su preciosa armonía de blanco y azul, sencillo y a la vez infinitamente complejo. Había venido a visitarme en primavera y ahora yo le devolvía la visita en su residencia habitual, a comienzos del verano. Me pareció que estaba esperándome y que me sabía en deuda con él. En medio de la sorpresa, me sentí un poco avergonzada. Así que aquí va mi escrito, con meses de retraso: Quodlibet. Qué hermosa palabra que, en definitiva, tiene mucho de invitación. 

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