CUADROS RECUPERADOS (XXIV): PUERTAS

No es la primera vez que traigo a esta sección un cuadro del pintor danés Vilhelm Hammershøi, autor de misteriosos interiores en los que personajes dispuestos con frecuencia de espaldas al espectador desarrollan sus actividades solitarias y reposadas. En esta obra, conocida ―como tantas otras de él― por el título de Interior y también por el de Las cuatro habitaciones, el artista va más allá en ese proceso de despojamiento y elimina la presencia humana, detectable sólo en los escasos objetos que pueblan esta vivienda limpia y austera. La cadena de aposentos comunicados entre sí tiene mucho de los escenarios de los sueños, en los que franqueamos puertas que nos conducen a lugares y a épocas inconexas y casi siempre hacia el fondo de nosotros mismos. Uno tiene la impresión, contemplando este cuadro, de que si pudiera alcanzar la última de las cuatro habitaciones, llegaría a desvelar algún secreto que se alberga en el fondo de su conciencia. Con un prodigioso empleo del blanco y del gris, Hammershøi consigue dar una plasmación gráfica al concepto de sosiego. Todo parece transcurrir a cámara lenta y sin ruido en este entorno al margen del tiempo; pocos artistas han sido capaces como éste de pintar el silencio. 

(Los cuadros de junio. 2014)

Una puerta abierta que nos franquea el paso hacia otra puerta que a su vez nos permite colarnos dentro de una alcoba: eso es Interior con mujer de rojo vista de espaldas de Felix Vallotton. La intensidad del colorido, primer reclamo de la obra de este artista, cede protagonismo en este caso a la apasionante sucesión de barreras que se van abriendo frente a nosotros, más intrusos que espectadores, y nos facilitan el acceso al espacio más íntimo de una vivienda. La primera de las puertas sirve de marco a la composición y nos transmite el mensaje de que no estamos del todo invitados a penetrar en este ámbito privado. Las hojas, abiertas pero no de par en par, parecen avisarnos de que estamos a punto de saltarnos una prohibición. Aun así, seguimos adelante (¿quién no lo haría?) y nos encontramos con la presencia inesperada de una mujer que observa sin ser vista, semioculta tras una cortina. Nos sentimos identificados: ya somos dos, personaje y espectador, los que atisbamos juntos hacia lo más recóndito de la casa. Unos escalones nos conducen a una antecámara de la que apenas podemos ver un sillón con una prenda de vestir caída sobre el brazo. Y, al fondo, la puerta definitiva, la que se abre a un dormitorio, ignoramos si habitado o no. Una sombra en el suelo, frente a la mesilla de noche, dispara nuestra imaginación. Todo es sutil en este juego de accesos que ceden el paso e invitan a entrar, de perspectivas que revelan pero a la vez ocultan, de miradas ―incluida la nuestra― dirigidas hacia un foco de atención cuyo misterio no se desvela del todo. 

(Los cuadros de mayo. 2020) 


Los pintores hiperrealistas, a fuerza de explorar al milímetro la apariencia de las cosas, consiguen con frecuencia el curioso y contradictorio efecto de extraer a la superficie lo que resulta invisible a los ojos. Este óleo del pintor español de origen chileno Guillermo Muñoz Vera, que responde al conciso título de 37, es en mi opinión un claro ejemplo de ello. El espacio vacío y las paredes deterioradas por el uso dan corporeidad a abstracciones como la soledad y el paso del tiempo. Las puertas que conducen a otras puertas, las escaleras que pueden ser el fin de un descenso o el comienzo de una subida, crean un ámbito de fuerte carga simbólica: este espacio que es una encrucijada me habla de la necesidad de elegir, de los caminos divergentes de la vida. Podrá aducir un contemplador de temperamento realista que todas estas divagaciones están en mi cerebro y que este óleo es solamente ―que no es poco― una depurada reconstrucción de un escenario cotidiano con tan impresionante dominio técnico y una captación de las texturas tan precisa que nos parece factible la acción de irrumpir en él. Es posible. Yo respondería que también tienen una apariencia de intensa realidad los sueños, y en ellos, con frecuencia, nos inquieta la inexplicable sensación de que está sucediendo algo importante más allá de lo que vemos.

(Los cuadros de noviembre. 2014)


Bajo el título de Carmen, el pintor cordobés Julio Romero de Torres (1874-1930) realizó varios retratos de sus clásicas mujeres morenas y misteriosas. Entre ellos se encuentra este, que se singulariza por la dulzura y melancolía del rostro de la modelo. Esta joven que mira con gesto grave hacia el interior de la habitación en que posa parece desdoblarse en la figura que, de espaldas al espectador, otea el horizonte apoyada en el marco de la puerta. Frente a la mancha negra y contundente del vestido de la protagonista, los tonos claros de la indumentaria de la mujer que contempla el paisaje. Frente a la desnudez de los muros, la belleza del mundo exterior, de la llanura, del río y el árbol, de la montaña que se adivina a lo lejos. Esta Carmen de ojos inmensos nos parece atrapada en los estrechos límites de su vida cotidiana, pero no del todo: siempre le queda un resquicio para escapar por el camino de la imaginación. 

(Los cuadros de noviembre. 2012)

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