En
el palacio de Falkenlust hay una sala llena de espejos. El visitante, al
entrar, se queda sorprendido por la falsa amplitud que este artificio otorga a
un espacio bastante limitado. También por la sensación, un tanto mareante, de
confusión: mire donde mire, se encuentra con su propia imagen reflejada una
y otra vez, en el espejo dentro del espejo, hasta el infinito.
Falkenlust
surgió como pabellón de caza anejo al palacio de Augustburg en la ciudad de
Brühl, cerca de Colonia. Lo mandó construir el arzobispo Clemente Augusto de
Baviera, hermano del emperador. Clemente Augusto era un tipo amante del lujo y
de la cetrería, con amistades de dudosa catadura moral como Giacomo Casanova,
al que prestó su hermoso palacio-pabellón para que dispusiera de un espacio
adecuado para otro tipo de cacería: la que condujo a la seducción de la esposa
del alcalde de Colonia. El arzobispo era, qué duda cabe, una persona relajada
en cuestiones de honra y moral, al menos de las ajenas. En los salones de este
pabellón y del edificio principal se puede encontrar un alarde de la profusión
decorativa del estilo juguetón y banal por excelencia del siglo XVIII, el
Rococó. Hay así habitaciones adornadas al modo oriental, en una fantasiosa
recreación de lo que se tenía por entonces como propio de la cultura china. Hay
un comedor y una escalera cuyas paredes están recubiertas por todos los
azulejos del mundo. Y no podía faltar el gabinete de los espejos, al estilo de
los existentes en otros grandes palacio europeos.
El
salón de los espejos tiene atractivos para todos. El visitante con afición a la
fotografía se enfrenta al reto de obtener una imagen de la estancia sin que su
propia figura aparezca, cámara o móvil en ristre, en algún rincón. Se marcha
satisfecho, creyendo haberlo logrado, pero una observación posterior le lleva a
descubrirse a sí mismo en una esquina imperceptible en un primer vistazo. Era
inevitable: los espejos son el ojo que todo lo ve. Por otra parte, en estos
tiempos de culto a la propia imagen, más de un turista se lleva el preciado
recuerdo de una foto con su efigie repetida por las paredes de la habitación.
Luego estamos, también, los tendentes a fantasear. Para nosotros contiene esta sala
alguna sorpresa exclusiva.
La
impersonal voz que explica la historia del palacio en la audioguía informa,
tras un aluvión de datos y fechas, de que este singular capricho del arzobispo
tuvo un visitante egregio: el jovencísimo Mozart, que con apenas siete años
viajaba por tierras alemanas y fue invitado por el propietario. Suponemos que
alegraría las veladas de los huéspedes con algunas de sus asombrosas
interpretaciones. De lo que ha quedado constancia es de la gozosa impresión que
el gabinete de los espejos causó al pequeño Amadeus. Durante mi visita, jugué a imaginarlo contemplando la sala desde su corta estatura, divertido al encontrar su pequeño
rostro repetido por doquier. Si me dejo llevar, puedo afirmar que me pareció
ver por un instante el huidizo reflejo de una cabecita con peluca empolvada,
atrapada en un espejo para siempre.
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