UNA CASA DE ESPALDAS AL MAR
Desde mi ventana se ve un paisaje
compuesto por lomas verdes, un cielo casi siempre cubierto de nubes y
una hermosa bahía. Es un buen sitio para escribir, para leer y
pensar, en esta fase final del verano que conduce a un ritmo más
acelerado del que quisiéramos hacia la incertidumbre del otoño.
En esta tierra del norte en que me
encuentro, el tiempo cambia cada pocos minutos, como no podría ser
de otra manera. Llueve ligeramente, llueve a cántaros, el viento
arrastra las nubes, sale el sol. Quiero con ello decir que es todo un
espectáculo este ventanal que me ha tocado en suerte y que me abre a
la variable belleza natural de estos lares. Más que nunca, echo de
menos ser pintora. Intentaré pintar con mis palabras.
Solo el color del mar necesitaría un
amplio repertorio de tubos de pintura. Acero, tinta, cobalto, plomo,
plata. Me imagino mezclando los tonos en mi paleta y, apenas
conseguido el adecuado, teniendo que añadir un nuevo componente para
ajustarme a este mundo cromático en perpetua evolución. Su mellizo
en las alturas tampoco le anda a la zaga en lo que a sorpresas se
refiere: nubes blancas y algodonosas, jirones de color gris, gruesas
tapaderas plomizas, huecos despejados por los que de improviso se
cuela un rayo de sol de grandeza bíblica.
Pero no es necesario irse al hermoso
fondo natural para que la pintora que habita en mí encuentre un
motivo de inspiración. Las casitas bajas que se alzan en primer
término, un par de pisos por debajo de mi ventana, están llenas de
detalles que no termino de descubrir. Son dispares, llenas de
irregularidades: tejados que se despliegan a alturas variadas,
pequeños huertos con árboles frutales que dejan caer sus productos
en derredor sin que nadie los recoja, solares sin construir dominados
por la maleza. En uno de estos últimos habita una familia formada
por una elegante mamá felina y cuatro jovenzuelos que andarán por
los dos meses, esa edad maravillosa en que los gatitos se convierten
en pequeños exploradores y divertidísimos compañeros de juegos. No
me canso de mirarlos. Su pelaje es un asombroso despliegue de dibujos
y colores: el blanco, el marrón, el negro y el gris se combinan de
cuatro formas completamente distintas, haciendo inconfundible a cada
uno de los hermanos. Qué gran diseñadora es la naturaleza.
Con todo, si se produjera el milagro de
que yo supiera pintar, elegiría como motivo una casa situada al
extremo de la calle. Tiene las paredes pintadas de azul, en armonía
con el mar sobre cuya superficie se recorta. Es sencilla y de líneas
irregulares, y el último de sus pisos es un puro cristal: un mirador
que se extiende de lado a lado. Este modesto edificio no tendría
nada de particular, de no ser porque está colocado en sentido
opuesto a la bahía y su mirador se asoma a una calle estrecha.
Cuando lo miro, me parece que me transmite una suave tristeza, una
callada resignación. Me gustaría que se obrara un milagro y pudiera
hacerlo rotar, como si fuera de juguete. Una casa de espaldas al mar
me parece el símbolo de la negación de la belleza de la vida.
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