LA VOZ HUMANA
Le
tomo prestado a Jean Cocteau el título de su hermosa obra teatral para contar
una anécdota que me sucedió hace casi un mes. O lo que es lo mismo: hace toda una
eternidad.
Llevo
dos años y medio viviendo en un apartamento que presenta la peculiaridad de ser
a la vez tranquilo y ruidoso. Del ruido se encarga el incesante tráfico de una
calle cercana que es una de las arterias de entrada a la ciudad. La
tranquilidad se deriva del escaso número de vecinos y del hecho de que estos
son singularmente silenciosos. Por eso, una de las primeras mañanas de la
cuarentena, cuando luchaba con la extraña sensación de estar en mi casa sentada
frente al ordenador durante mi horario de clase, me sorprendió una voz que
venía de un sitio inesperado. Sé que es difícil fijar la procedencia de los
ruidos y que nuestro oído nos engaña con frecuencia en ese sentido, pero tuve
la completa sensación de que la voz a la que me refiero llegaba a mí a través
del –supongo— grueso muro que separa mi casa del edificio colindante. No sé si esto
es posible; lo que sí sé es que quien hablaba no era alguien habitual en mi
universo sonoro diario: ni uno de los miembros de la pareja joven del piso de
arriba, ni su bebé casi siempre feliz y alguna vez rabioso, ni la vecina
risueña de la puerta de al lado. Quien hablaba era un hombre que pronunciaba su
discurso a intervalos, con frecuentes interrupciones durante las cuales no se
oía nada. Estaba hablando por teléfono.
Presté
atención. Normalmente me molesta el ruido cuando estoy trabajando en el ordenador,
pero la naturaleza de la conversación me intrigaba. El único interlocutor al
que podía oír hablaba despacio, como si estuviera explicándose ante un niño o
alguien que lo entendiera con dificultad. En un momento dado, interrumpió una
frase y se puso a emitir ruidos roncos, inarticulados. Tardé un poco en
comprender que tosía. Pero lo hacía de forma forzada y antinatural, como un mal
actor. Seguí el hilo del sorprendente monólogo. Una frase, varias toses. Otra
frase más breve y nuevas toses, con distinto matiz. Por el discurso de aquel
desconocido fueron desfilando todas las toses posibles: agudas, roncas, secas,
profundas, estridentes, cavernarias. Por fin, distinguí unas palabras que me
dieron la clave de aquel intercambio incomprensible: «¿Pero tu tos es así… o
más bien así?» Supe entonces que aquel individuo que vivía tan cerca y al
que no había oído nunca antes estaba tranquilizando por teléfono a alguien
aquejado por el primer síntoma de la enfermedad que nos había confinado a
todos. Lenta, pacientemente, iba desgranando todos los tipos existentes de tos.
Su interlocutor –en mi imaginación anciano, desconcertado, presa del miedo― le
obligaba a dar vueltas una y otra vez a tan peculiar rueda de reconocimiento.
Les confortaba sin duda a ambos esa extraña conversación sembrada de ruidos.
Olvidada ya del trabajo, aguzando el oído desde el otro lado del muro, me dejé
llevar yo también por la tranquilizadora cadencia de aquella voz inesperada.
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