UNAS GAFAS

Desde hace unos pocos días, llevo gafas. No gafas para leer, de esas que uno se va quitando y poniendo según dónde pose la mirada, esas que sacan el mundo más cercano de su inevitable desdibujamiento y que en cambio vuelven turbias las distancias medias y largas. Esas que se pierden con frecuencia, que se camuflan al fondo de un bolso o en el punto más alejado del aula, y que tan a menudo obligan a pronunciar una frase que supone pausar el presente, darle el alto por unos instantes al curso de la realidad: «Espera un momento, que no veo». Esas gafas de quita y pon, esquivas y juguetonas, que se pierden y reaparecen (casi siempre), las llevo desde una edad ridícula e incompatible, por su exigüidad, con el concepto “vista cansada”. Cansada de qué, apenas inaugurada la treintena. Se ve que ya por entonces había leído demasiado.

Ahora llevo gafas todo el tiempo. Unas progresivas con una graduación insignificante para lejos y más que considerable para cerca. Así que el juego no consiste ya en buscarlas por bolsos, cajones y rincones de la casa cada vez que las necesito, sino en ensayar movimientos de cuello que me procuren el ángulo adecuado para ver el mundo en todas sus distancias posibles. Si hay que leer, nada de inclinar la cabeza; se mantiene la frente bien erguida, en un gesto airoso, y se dirige la mirada hacia la zona inferior del cristal. La barbilla levantada y una elegante caída de ojos: sin duda, mi posición de lectura ha ganado en prestancia y gallardía. Las distancias medias son las más complicadas; no termino de encontrar el punto idóneo para su visión. Esta es la primera vez que escribo en el ordenador con mis progresivas y lo hago moviendo arriba y abajo la cabeza, en una búsqueda de la nitidez de momento no demasiado provechosa. Quién sabe si, en consecuencia, esta entrada tendrá una calidad distinta a las anteriores, una mayor dispersión de las ideas y un cierto carácter vacilante, de vaivén. Y luego están los escalones. Ah, el complejo mundo de los escalones. Ahí es cuando hay que inclinar el cuello en ángulo recto para encararlos de frente, con la mirada bien fija en la parte alta del cristal, la graduada para ver de lejos. Como si se hubiera vislumbrado en el suelo un tesoro que reclamara toda nuestra atención pero que no nos atrevemos a recoger. Al principio, no se sabe muy bien si los peldaños suben o bajan. El mundo ha adquirido un cierto carácter onírico estos últimos días.

Por razones obvias, me acuerdo mucho últimamente de un relato de la escritora italiana Anna Maria Ortese titulado Unas gafas, perteneciente a su libro El mar no baña Nápoles. Es un cuento impresionante, que, como sucede a menudo con los grandes escritos, parte de una anécdota mínima para transmitir un mensaje de enorme alcance. Cuenta la historia de una niña humilde con un grave problema de visión a la que una tía suya, de posición algo más desahogada, proporciona el dinero necesario para hacerse unas gafas. El cuento transcurre en el día del estreno y narra la emoción de la joven protagonista ante la perspectiva de ver el mundo como la gente que la rodea. El desenlace es inesperado y demoledor: cuando la niña tiene por fin en sus manos las ansiadas gafas, se las pone y mira alrededor, descubre con todo detalle la fealdad y la miseria de su entorno, que hasta ese momento había pasado por alto. Las gafas se convierten en la llave que abre la puerta de una verdad terrible. La ceguera física (bien lo aplicó Buero Vallejo), como símbolo de la incapacidad para encarar la realidad.

Iba a decir que estoy contenta de ser una persona con gafas, pero de repente me ha parecido una idea banal. Me planteo, en cambio, qué perspectivas abrirá ante mí esta nueva forma de mirar el mundo. Es lo que tiene la literatura: un simple par de gafas puede cargarse de resonancias insospechadas.

Comentarios

  1. Hola Beatríz a mi con las gafas me sucede un poco lo que a la niña del relato salvando mucho las distancias. Solo llevo gafas de cerca pero creo que necesitaría unas progresivas porque los contornos los veo desdibujados y pierdo nitidez y soy feliz porque no me veo las arrugas. Me miro al espejo y me digo que estoy estupenda. y cuando de repente necesito mas precisión y me pongo las gafas aparece la cruda realidad ( jajaja)aunque tampoco estoy tan mal pero es otra cosa. Deseo que te adaptes bien a tu nueva visión. Y gracias por estar ahí, siempre dando, dando, tan generosa.... Un abrazo

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Me encanta lo que me cuentas, Marga, de tus impresiones al mirarte al espejo con y sin gafas. Me parece que podría ser una excelente base para un relato sobre el concepto que tenemos de nosotros mismos, sobre ese joven o ese niño interior que sólo nosotros seguimos viendo, por muchos años que pasen, cuando vemos nuestro reflejo. Gracias a ti por leerme y por dejar tus estupendos comentarios. Un abrazo

      Eliminar

Publicar un comentario