UNA LARGA SERIE DE PUESTAS DE SOL

Hoy se cumplen setenta años del día en que un avión Lockheed P-38 desapareció entre Córcega y Francia, llevando a los mandos a un tipo de mediana edad que se disponía a realizar una misión de reconocimiento sobre la posición de las tropas alemanas. No sería una gran noticia (cuántos aviones de guerra más verían truncadas sus trayectorias en aquellas complicadas fechas) de no ser porque ese tipo de aspecto poco intrépido, ese perfecto Monsieur Tout-le-Monde, como dirían sus compatriotas, nos había dejado escrito poco antes de desaparecer en el mar que lo esencial es invisible a los ojos y que una vida se justifica simplemente por el hecho de tener una flor que cuidar.

Cualquier cosa que se escriba sobre Antoine de Saint-Exupéry corre el riesgo de ser cursi o de una poesía impostada. En los últimos días llevo oídos y leídos varios intentos de rendir homenaje a este tipo prodigioso en el aniversario de su muerte. Pero el milagro de la poesía es escaso ―de ahí precisamente su carácter milagroso― y desde luego no se produce a petición. Así que nos podemos poner trascendentes, elevados, entrañables, sensibles, detallistas; podemos apelar a las metáforas astrales e imaginar al autor volando agarrado a la cola de un cometa, como su criatura más célebre: jamás conseguiremos emular en lo más mínimo ese prodigio de sencillez y rotundidad, de fuerza evocadora y agudeza que es El Principito. De igual forma que sus infinitas adaptaciones a medios diversos sólo consiguen imitar la carcasa y verter la historia a un lenguaje distinto al de su autor, sin capturar la esencia. ¿Las evoluciones de un pequeño extraterrestre que cuenta sus viajes de planeta en planeta hasta encontrarse en el desierto con un aviador en apuros? No parece demasiado interesante. Y, sin embargo, cada vez que he abierto el libro original ―y van ya unas cuantas― he tenido la impresión de tener entre mis manos un tesoro irrepetible.

Me limitaré a explicar hoy por qué siempre he querido a este tipo de aspecto poco marcial empeñado desde su juventud en surcar los cielos, y por qué me entristece su desaparición bajo las aguas como si fuera la de alguien a quien hubiera conocido en persona. Él me hizo ver que no había sido la primera artista infantil incomprendida de la historia. Si mis tempranas plasmaciones gráficas de Tarzán saltando de liana en liana eran interpretadas por los adultos como la representación de una araña lanzando sus hilos, el problema no era mío del todo, como demostraba el hecho de que hubiera otros adultos carentes de sentido común que veían un sombrero donde ―estaba claro― había un elefante devorado por una boa. Él también creó esa certera visión de la vida humana como una sucesión de planetas habitados por seres solitarios, aislados por la separación física y por sus propias obsesiones. Desde que ingresé en la vida adulta me he esforzado por ubicar a los que me rodean y a mí misma en uno de esos planetas. ¿Somos el presumido que busca un adulador? ¿El rey que sólo quiere dar órdenes? ¿El farolero sujeto a un trabajo que no le deja tiempo para respirar? ¿El hombre de negocios que desprecia lo que no se traduce en cifras? ¿El geógrafo que estudia hasta la extenuación una realidad que no conocerá nunca? ¿O tal vez estamos encerrados en un círculo vicioso como el del borracho, que «bebe para olvidar que bebe»? (Maravillosa formulación del sinsentido de vivir: los dramaturgos del teatro del absurdo la habrían suscrito sin dudar.)

Quiero también a Saint-Exupéry porque creó un planeta en el que se podía deshollinar los volcanes, y en el que bastaba con ir moviendo una silla por su escasa superficie para alcanzar a contemplar cuarenta y tres puestas de sol en el mismo día. Le quiero porque hace irrumpir en la acción a un personaje venido de las estrellas con una frase de presentación tan sorprendente que ni reencarnándome varias veces yo sería capaz de inventar: «Dibújame un cordero». Y le quiero, claro está, porque supo recuperar la forma de dibujar de un niño, que es esa etapa de la vida en la que todos somos auténticos genios, y nos dejó esa imagen portentosa de un muchacho rubio de pelos revueltos arrastrando los faldones de su abrigo.

Como sucede a menudo con las personas poseedoras de un don superior, Saint-Exupéry se empeñó desde muy joven en una actividad completamente ajena a su talento, e invirtió grandes dosis de energía en pilotar aviones, con fines tanto comerciales como bélicos. Uno no puede evitar albergar ciertas sospechas sobre su capacidad como piloto, a juzgar por los problemas que jalonaron su carrera. Uno de ellos fue un aterrizaje forzoso en el desierto del Sahara, que lo tuvo cuatro días extraviado, al borde de la deshidratación y víctima de las alucinaciones. El último, la pérdida de rumbo que lo hizo desaparecer sin dejar rastro bajo las aguas del Mediterráneo la noche del 31 de julio de 1944. Es inevitable alegrarse del primero de los incidentes; en él está el germen real que la imaginación del escritor transformó en el encuentro del narrador de El Principito con el misterioso niño venido de otro planeta. El segundo, lo he dicho antes, me duele como el accidente de alguien cercano. Quién sabe cuántos libros maravillosos se han quedado sin escribir por culpa de un fallo mecánico o del fuego enemigo. Lo que está claro es que aquella noche de hace hoy setenta años, Saint-Exupéry perdió para siempre la oportunidad de contemplar una larga serie de puestas de sol.

Comentarios

  1. Así estaba de triste, tuvo que ver 47 puestas de sol. Que imagen! Y es que las puestas de sol tienen un punto nostálgico. Cuántos recuerdos traes en tus páginas. Siempre aquí. L

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    1. Todas las cosas bellas lo tienen (el punto nostálgico, me refiero). Me alegro de traerte recuerdos que te gusta recuperar. Bienvenida siempre.

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  2. donde esta esa estatua?

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