LOS CUADROS DE JUNIO (2014)
La
pintora estadounidense Georgia O’Keeffe (1887-1986) es autora de una obra que
reduce la realidad que la circunda a un juego de ritmos y colores en el que el
tema pasa a ser un elemento secundario y las formas se adueñan por completo del
lienzo. El mundo vegetal y los edificios son los principales motivos de su
inspiración, pero sus plantas y paisajes adquieren una extraña condición, a
medio camino entre lo animado y lo inanimado, como si el universo fuera un gigantesco
organismo de cuyos miembros esta artista fuera dando cuenta en cuadros
sucesivos. A mí me agrada especialmente éste titulado Calle de Nueva York con luna. Una sucesión de círculos ―el
semáforo, la farola, la luna― forman la línea central en torno a la cual se
articula esta representación esencial de la noche. Los rascacielos reducidos a
sus formas básicas, la vertiginosa perspectiva, el cielo recortado con diáfana
perfección y el mar de nubes trazado con detalle casi infantil: O’Keeffe ha
hecho una síntesis de un nocturno urbano. Este cuadro me gustó tanto la primera
vez que lo vi en el Museo Thyssen que compré a la salida un póster que desde
entonces adorna mi salón. No me canso de contemplar su certera composición, la
preciosa gradación de colores del cielo que va desde el azul intenso hasta el
halo rojizo de la luz eléctrica. Incluirlo aquí me produce más que nunca la
sensación de que este blog es una prolongación de mi casa.
Ya
lo he comentado alguna vez en este espacio: de todos los temas de la pintura
religiosa, el de la Piedad me parece probablemente el más atractivo y lleno de
posibilidades para un artista. No deja de ser, en definitiva, la plasmación
gráfica de un dolor humano y comprensible por todos. El siempre intenso José de
Ribera es el autor de uno de los más bellos cuadros que conozco sobre este
motivo. Esta Piedad sobria y reducida
a sus elementos esenciales es capaz de transmitir una enorme emoción al que la
contempla. El artista elige recortar las figuras sobre un fondo oscuro e indeterminado
para concentrarse en el dúo protagonista, compuesto por la madre de rostro
demudado y el cadáver del hijo, derrumbado sobre su regazo. No hay entorno, ni
paisaje, ni personajes secundarios en esta desgarradora imagen de la pérdida y
el dolor maternos. Pero lo que me atrajo de forma irresistible desde que vi por
primera vez este cuadro fue la figura del hijo, fuertemente iluminada,
rompiendo la oscuridad del lienzo en una maravillosa diagonal de su cuerpo sin
vida, hermoso y roto, noble y derrotado: esta figura de Cristo muerto posee la
vulnerabilidad y la grandeza de los héroes caídos.
Gillian
Carnegie es una pintora inglesa nacida en 1971 que tiene la capacidad de dar un
nuevo aire a los temas clásicos de la pintura. Sus naturalezas muertas y sus motivos
vegetales se inscriben en una tradición de siglos y, sin embargo, consiguen
crear en el espectador una impresión de novedad. Este cuadro, que responde al
enigmático título de Trece
(atribuible tal vez a una numeración de obras de tema similar, aunque prefiero
conservar este resquicio para el misterio) me atrajo desde que lo descubrí
durante una de esas navegaciones azarosas por la web que terminan normalmente
en algún gozoso descubrimiento como este. Tal vez sea la delicada armonía de la
paleta, en la que predomina el blanco, color que bien utilizado me fascina
siempre; o quizá la textura corpórea de las flores, o el curioso movimiento
ascensional que hace que los tallos se prolonguen hacia lo alto a través de la
mancha blanca que ocupa el lado izquierdo del lienzo: este modesto ramo
dispuesto frente a una pared llena de manchurrones desborda vida y movimiento,
y parece expresar la voluntad de la autora de elevarse por encima de los
detalles cotidianos para alcanzar un terreno superior, donde habita el
verdadero arte.
No
es la primera vez que traigo a esta sección un cuadro del pintor danés Vilhelm
Hammershøi, autor de misteriosos interiores en los que personajes dispuestos
con frecuencia de espaldas al espectador desarrollan sus actividades solitarias
y reposadas. En esta obra, conocida ―como tantas otras de él― por el título de Interior y también por el de Las cuatro habitaciones, el artista va
más allá en ese proceso de despojamiento y elimina la presencia humana,
detectable sólo en los escasos objetos que pueblan esta vivienda limpia y
austera. La cadena de aposentos comunicados entre sí tiene mucho de los
escenarios de los sueños, en los que franqueamos puertas que nos conducen a
lugares y a épocas inconexas y casi siempre hacia el fondo de nosotros mismos.
Uno tiene la impresión, contemplando este cuadro, de que si pudiera alcanzar la
última de las cuatro habitaciones, llegaría a desvelar algún secreto que se
alberga en el fondo de su conciencia. Con un prodigioso empleo del blanco y del
gris, Hammershøi consigue dar una plasmación gráfica al concepto de sosiego.
Todo parece transcurrir a cámara lenta y sin ruido en este entorno al margen
del tiempo; pocos artistas han sido capaces como éste de pintar el silencio.
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