LLEVADAS POR LAS AGUAS
El invierno de 1852, un joven pintor inglés requirió los servicios de una modelo para realizar un cuadro. La labor tenía su dificultad, porque la muchacha debía permanecer medio sumergida en una bañera llena de agua durante las largas sesiones de pintura. El artista colocaba velas debajo del recipiente para elevar la temperatura, pero cuentan que en una ocasión, abstraído en su tarea, no se dio cuenta de que las llamas se habían apagado y el agua se había quedado helada. Aun así, la joven no se quejó. Enfermó como consecuencia del descuido del pintor y su familia pidió a este una indemnización, pero el cuadro llegó a buen puerto. Artista y modelo tenían la misma edad, veintitrés años, y acababan de entrar para siempre en la historia de la pintura. La obra que con tanto esfuerzo habían culminado mostraba la imagen de Ofelia arrastrada por las aguas, la modelo se llamaba Elizabeth Siddal y el pintor era el gran John Everett Millais, probablemente el más lleno de talento de ese grupo de artistas originales, vitales y excesivos que fueron los prerrafaelitas.
La pintura de los siglos XIX y XX está poblada de Ofelias. Coronadas de flores y vestidas con túnicas vaporosas; vagando por la orilla del río que será su muerte o hundidas en las aguas; con la mirada perdida en sus propias ensoñaciones o clavando en el espectador unos ojos que son fiel reflejo de su nublada vida interior. Me pregunto de dónde viene la fascinación que produce este personaje en los artistas: de su inocencia vulnerada, del hermoso mundo de ilusión en el que se refugia frente a la fealdad de lo real, o de la imagen a la vez terrible y atrayente de la belleza arrastrada por las aguas. Consciente o inconscientemente, Shakespeare otorgó a su creación una muerte que la distingue de las otras grandes suicidas de la literatura clásica, las que se apuñalan o se envenenan, las que se arrojan desde torres tras lanzar al mundo el último testimonio de su amor o de su honra perdidos. Ofelia se zambulle en el río y se deja llevar mansamente, rodeada por las flores que unos instantes atrás constituían su tocado. En su último viaje, se interna en lo profundo de las aguas y regresa al seno de la naturaleza, como una criatura más, ingenua y sin culpa.
La pintura de los siglos XIX y XX está poblada de Ofelias. Coronadas de flores y vestidas con túnicas vaporosas; vagando por la orilla del río que será su muerte o hundidas en las aguas; con la mirada perdida en sus propias ensoñaciones o clavando en el espectador unos ojos que son fiel reflejo de su nublada vida interior. Me pregunto de dónde viene la fascinación que produce este personaje en los artistas: de su inocencia vulnerada, del hermoso mundo de ilusión en el que se refugia frente a la fealdad de lo real, o de la imagen a la vez terrible y atrayente de la belleza arrastrada por las aguas. Consciente o inconscientemente, Shakespeare otorgó a su creación una muerte que la distingue de las otras grandes suicidas de la literatura clásica, las que se apuñalan o se envenenan, las que se arrojan desde torres tras lanzar al mundo el último testimonio de su amor o de su honra perdidos. Ofelia se zambulle en el río y se deja llevar mansamente, rodeada por las flores que unos instantes atrás constituían su tocado. En su último viaje, se interna en lo profundo de las aguas y regresa al seno de la naturaleza, como una criatura más, ingenua y sin culpa.
Tampoco sé si fue consciente o no, pero Shakespeare le estaba dando a su personaje una muerte muy asociada a la condición femenina. Según la leyenda, la poeta griega Safo se suicidó arrojándose al mar desde una roca a causa de unos amores no correspondidos. No hay que irse tan lejos, ni al mundo de los mitos: la también poeta Alfonsina Storni acabó con su vida lanzándose a las aguas en Mar del Plata (aunque una versión más romántica de su suicidio la muestra penetrando lentamente en el mar). Especialmente impactante es la imagen de la novelista Virginia Woolf llenando de piedras los bolsillos de su abrigo y adentrándose en un río cercano a su casa. La muerte por ahogamiento, que a mí se me antoja de una angustia insoportable, es elegida una y otra vez por mujeres que huyen de la decadencia física, del desengaño amoroso, del terrible sufrimiento de la enfermedad mental.
Rememoro ahora todos estos fatales desenlaces porque hace unos días, al buscar mi cuadro de la semana, me encontré con un dato inesperado. La obra elegida era Los amantes de Magritte, un inquietante lienzo (y cuál no lo es, entre los suyos) que muestra a un hombre y una mujer unidos en un apasionado beso y con los rostros cubiertos por una tela. En mis indagaciones por la red encontré una explicación con la que no contaba: cuando el pintor tenía unos catorce años, presenció el rescate del cuerpo de su madre, que se había suicidado arrojándose a las aguas del río Sambre. Una prenda de vestir empapada le cubría la cara. Desde entonces, las telas mojadas poblaron la imaginación del joven Magritte, y se plasmarían años más tarde en su pintura. Realizó dos versiones de Los amantes; en la segunda, la pareja no se besa, sino que dirige hacia el espectador la muda interrogación de sus rostros ocultos tras una tela.
Un último dato: Elizabeth Siddal, la hermosa modelo que posó para la Ofelia de Millais y para tantos otros cuadros de sus colegas prerrafaelitas, se suicidó también, diez años después de emular estoicamente a la heroína shakespeariana, sumergida en una bañera. Pero ella no quiso volver a adentrarse en las aguas y eligió la muerte dulce y tranquilizadora del láudano.
¿Cuánto tiene que sufrir una mujer para elegir el suicidio como única forma de evadirse de la realidad, de la vida?
ResponderEliminarRecuerdo un recital de Mercedes Sosa, con un poncho blanco que tenía dos rayas azúl celeste, hace demasiados años, cantando el poema de Alfonsina. Seguramente no era un buen momento para mi porque me resbalaban las lágrimas, silenciosas, continuas. Aquel día me vacié. El amor o, más bien, la falta de amor, la soledad, el abandono, la deslealtad,... ¡Cuántas cosas nos hacen morir un poco cada día y cómo se acumulan a través del tiempo. Lola
Volveré para leer tu entrada, ahora quiero dejar un mensaje para LoLa S.
ResponderEliminarPor si vuelves por aquí, Lola: Nada más que con tus comentarios, ya podrías hacer un blog. Ya sabes no contesto,usaré este espacio para decirte que me gustan mucho, que eres una mujer sabia y que saber sacar con tus recuerdos la "enjundia"...necesaria.
Besicos.
P.D.
Como me arrepiento de no habernos dado el correo.
MIL PERDONES BEATRIZ POR USAR TU VENTANA PARA DEJAR MENSAJES. Para ti también Besicos.
Aquí estoy...
ResponderEliminarLas mujeres de las que hablas, unidas al arte o la literatura,qué les pasaría por la cabeza para tomar una decisión tan drástica y dañina...Además de atroz el suicidio me parece de una valentía enorme, a la vez, que cruel para quienes deja en el más absoluto desamparo.
Me gusta venir por aquí y leerte Beatriz.
Hoy me he fijado en tus libros y veo que has sido premiada por aquí por mi tierra en dos ocasiones. ¡Me alegro !
Besicos.
Pues sí, Lola y Cabopá: es difícil imaginar el enorme sufrimiento que llevó a estas mujeres -y a tantos como ellas- a pasar por encima del animalito que llevamos todos dentro y cuya tendencia natural es la de aferrarse a la vida. Supongo que, aunque resulte inconcebible, hay momentos en que vivir no compensa. Besos para ambas. Me parece estupendo que este espacio se convierta en un lugar de encuentro. Es una de las intenciones que tenía cuando lo creé.
ResponderEliminarHola Beatriz, ya me quemaban los dedos por escribirte sobre un hallazgo (así lo siento en este instante!). He de decirte que soy una fan de los prerrafaelistas, que me encantó la historia que escribiste sobre Ophelia y Elizabeth Siddal...De inmediato me hizo pensar en los muertos en las Ciénagas de los Muertos -del Señor de los anillos-, y la comparación de las imágenes de la Ofelia de Millais que empecé preguntarme si Tolkien era un fan de los Prerrafaelistas también; o quizá Peter Jackson. Bueno, el caso es que por esas cosas fortuitas que siempre te llevan a un tesoro más, me encontré con el cuadro "O What’s That in the Hollow? por Edward Robert Hughes. Quizá como una Lady de Shalott, pero en hombre. Me encantaría que le dieras un vistazo y me comentaras sobre ello (si no es mucho pedir) Angélica <3
ResponderEliminarHola, Angélica. Qué alegría, como siempre, leer tu comentario. Es curioso: si me hubieras mencionado este cuadro de Hughes hace poco, te habría dicho que no lo conocía, pero el caso es que "me asaltó" literalmente en la portada de una novela de la serie del inspector Wallander, de Henning Mankell, que leí hace unos meses. En concreto, se trata de "El hombre sonriente", editada por Tusquets, que emplea con frecuencia obras de autores conocidos en sus cubiertas. El cuadro es tan impactante que de inmediato busqué información sobre él. Como ya sabrás, se trata de la recreación de la parte final de un poema de Christina Rossetti titulado "Amor Mundi". El poema es también estremecedor... pero comentarlo rebasa este limitado espacio. Tal vez tenga aquí el germen de una futura entrada del blog. Gracias por inspirármelo.
EliminarY gracias por el poema de Christina Rossetti y por Henning Mankell. Te abrazo siempre. Angélica
ResponderEliminarUn post muy interesante. Gracias!
ResponderEliminarBetty.
Gracias a ti, Betty. Y bienvenida a este espacio.
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