CARTELES

Últimamente me acuerdo mucho de un cartel que veía de niña cuando viajaba en metro. En mi recuerdo, no siempre fiable, veo una lámina adhesiva, con los bordes irregulares o despegados, como si llevara mucho tiempo agarrada a la pared interior del vagón y hubiera sufrido el ataque cotidiano de unos cuantos dedos desocupados. No sé precisar si contenía imágenes o dibujos, aunque supongo que sí. Lo que recuerdo con claridad es el contundente mensaje: «Antes de entrar, dejen salir».

Esta fue una consigna que marcó mi niñez. Otros guardarán recuerdo de mensajes más elevados, de ética personal o tal vez de carácter religioso o patriótico, máximas destinadas a guiar sus pasos más allá del confortable territorio de los primeros años de vida. A mí intentaron, sin duda, imbuirme de algunos de ellos, y probablemente lo consiguieron, pero ninguno se ha quedado grabado en mi cerebro con viveza semejante. Las niñas nos lo decíamos cuando confluíamos en una entrada, en esas risueñas aglomeraciones infantiles en las puertas de aulas, gimnasios y salones de actos, o en el acceso al patio del recreo y, a través de él, a la libertad: «Antes de entrar, dejen salir». (Con los años fui descubriendo que no siempre estaba claro quién salía y quién entraba, pero eso pertenece a ese territorio de contornos imprecisos que es la edad adulta.)

Como decía al principio, me acuerdo mucho últimamente de esos carteles, que hace unas cuántas décadas fueron sin duda reducidos a chatarra junto con las paredes a las que se mantuvieron adheridos con pertinacia durante años. (¿No es cierto que todo tenía, en aquel tiempo perdido, una duración superlativa? Prueba de ello es la eternidad de los veranos de la infancia.) Pienso mucho en ellos, sí. Cada vez que la puerta de un vagón ultramoderno se abre frente a mí y me doy de bruces con una muralla humana que me impide la salida, pienso que tal vez el consorcio de transportes o la comunidad o quién sabe qué autoridad en qué pulcro despacho debería ordenar su rescate. Si yo fui capaz de asimilar su mensaje a tan corta edad, estoy segura de que todos esos viajeros plantados en el andén con sólida inmovilidad, como si hubieran echado raíces de repente, serán también capaces de asimilarlo. Mientras eso suceda, no me queda más que bregar con su imperturbable empeño en bloquear las puertas, en tomar incluso por asalto el vagón antes de que salgan los que tienen la intención de abandonarlo, en un fastidioso remedo de un abordaje pirata. Con frecuencia me producen una furia que me cuesta reprimir. Bufo, gruño, hago comentarios en voz alta. He llegado (lo confieso) a utilizar los codos para abrir un boquete que nos permitiera bajar a mí y a los otros viajeros; una especie de heroína malhumorada, una Manuela Malasaña de los andenes. Nadie me secunda, la mayoría me ignora y he captado, en alguna ocasión, alguna mirada de asombro. Me estoy convirtiendo, al parecer, en una de esas señoras de cierta edad y modales broncos que me asustaban de niña. Me queda el consuelo de pensar que aquella niña que fui cumpliría escrupulosamente la consigna y se quedaría a un lado de la puerta, cediendo el paso a los que salen. Casi me parece verla, observadora y siempre despeinada, perdiéndose en sus mundos de fantasía mientras un río de viajeros pasa por su lado.

Comentarios

  1. Manuela Malasaña juaz. Un lindo muy lindo. Te abrazo

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  2. Ay, amigo cómico (eres inconfundible), qué bonito es leer tus comentarios, teñidos siempre del español de allende los mares... Un abrazo para ti también.

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