EL MAPA DE LA MEMORIA

Esta es una historia de mapas, pantallas e imágenes del pasado. De modernas tecnologías que ejercen de accesorios de la memoria. De momentos del ayer conservados para nuestro deleite o nuestra melancolía.

Todo empieza hace cuatro años, con uno de los primeros alumnos a los que impartí clase al llegar al centro donde ahora trabajo. Vamos a llamarlo Kevin, por qué no. Kevin era un chiquillo inquieto, divertido, algo excéntrico. Tenía intervenciones inoportunas en clase y ponía a sus profesores en el brete de contener la risa para llamarle la atención. El único problema importante de Kevin era que vivía pegado a la pantalla de su tableta. El instrumento pensado para acceder a los libros digitales era en su caso una auténtica droga; lo recuerdo inventando las más variadas estrategias para atisbar el dispositivo que yo le obligaba a mantener con la tapa cerrada o a guardar en la mochila. Un día, al terminar la clase, Kevin se me acercó acompañado por su querida amiga electrónica. Quería enseñarme algo. Me temí lo peor: un vídeo chusco, de humor o de contenido violento, o un videojuego incomprensible para mí frente al que tendría que manifestar interés. Ajeno a mi recelo, Kevin me plantó delante la pantalla, con su cara redonda iluminada por la más feliz de las sonrisas, mientras decía: 

―Mira, mi casa. 

Debo añadir aquí un dato que no he dado: Kevin es filipino. Lo que me estaba mostrando era una vista aérea de una calle con edificios bajos, llena de vegetación, que me hizo sobrevolar a golpe de cursor. Era una calle de las afueras de Manila, en la que se encontraba la casa familiar que Kevin había abandonado hacía ya unos años. 

―Aquí vivía yo ―me explicó, radiante. 

―Es preciosa ―me salió decir, correspondiendo a su sonrisa, aunque en mi gesto se deslizó un punto de melancolía. 

Esa misma tarde, decidí imitar a Kevin y buscar en Google Maps una casa que ya no era la mía. No me separaban de ella un lustro y más de once mil kilómetros, como en el caso de mi alumno, pero sí unos meses en que mi vida había dado un vuelco y la firme resolución de no volver a habitar en ella nunca más. Metí la dirección en el buscador y me salió el acceso a ese curioso instrumento llamado Street View, al que hasta ese día yo no había prestado atención alguna. Me encontré no con una vista aérea, sino con una imagen envolvente en 360º que creó en mí la ilusión de que podría saltar al interior de la pantalla para recorrer las calles que durante los últimos años habían sido el escenario de mi vida. Lo hice durante un rato, como una niña. Como Kevin. Iba mirando los portales, los edificios, los árboles, que me parecieron más altos y frondosos que al natural. Rectificaba mi trayectoria como nunca podría hacerlo en la vida real, de golpe y caprichosamente, metiéndome en dirección contraria, ajena a los coches que habían sido inmortalizados en el momento de circular. Y de pronto lo vi. Mi viejo coche, aparcado en batería a un lado de una calle amplia. Mi pequeño Peugeot de color rojo, compañero de mis tiempos de teatrera trotamundos, mi cochecito entrañable que contaba con lo básico y con el que sudé a gota gorda en memorables veranos sin aire acondicionado. Mi querido compañero de viajes y de atascos, que respondía al nombre de Peggy y del que me había desprendido hacía años vendiéndoselo a una jovencita que mostró singular empeño en vulnerar las normas de circulación, de forma que durante un tiempo recibí multas que no me correspondían y que me obligaron a realizar tediosos trámites. Aún guardo la notificación de una de ellas. Creía que era el último rastro de mi buen amigo con ruedas, hasta que lo encontré congelado en una imagen dentro de la pantalla de mi ordenador. 

Hará unos meses, leí el caso de un ciudadano británico que, curioseando en Street View, se encontró la imagen de su padre, fallecido meses antes, fotografiado en el momento en que realizaba una de sus tareas preferidas: cuidar del jardín de su casa. Puedo imaginar la sorpresa y emoción que esta persona sintió ante semejante descubrimiento. Cuando se hizo público, otros muchos manifestaron haber tenido experiencias similares: padres, madres, abuelos detenidos en su entorno cotidiano, caminando o saliendo de sus casas, paseando perros, acarreando la compra, llevando niños al parque o al colegio. Los que se habían marchado seguían ahí, congelados en un momento cotidiano, naturales y ajenos a la cámara que los inmortalizaba. Todo un mapa de la memoria. 

Hoy he vuelto a entrar en Street View y he descubierto que mi querida Peggy ya no está allí. El lugar en que estaba aparcada se muestra ahora vacío, lo mismo que muchos otros tramos de la calle; no cabe duda de que las nuevas fotos se han realizado en algún momento de éxodo masivo, probablemente agosto. Tras recorrer en vano las calles aledañas, he buscado información y he constatado lo evidente: los mapas de esta herramienta se renuevan cada cierto tiempo para reflejar los cambios en el entorno urbano. Mi pequeño coche rojo, ahora sí, ha desaparecido del todo, del mismo modo que lo harán esas imágenes algo fantasmales de parientes y allegados. Se irán borrando paulatinamente, en una especie de segunda muerte diferida. La memoria no es eterna, ni siquiera la que nos brindan las herramientas de estos tiempos tecnológicos.

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