LA EMOCIÓN EN UNA SÍLABA

Aborrezco corregir; es, con diferencia, la parte que menos me agrada de mi trabajo, la que tiendo a posponer en favor de otras más creativas y enriquecedoras. Me molestan la insoportable monotonía de la repetición ―hasta los errores terminan siendo los mismos―, la necesidad de valorar y asignar números a lo que con frecuencia me parece matizable. Y qué decir de la implacable cacería de tildes ausentes y grafías que han errado su puesto, de la suma de puntuaciones y posterior aplicación de porcentajes. Y es que los profesores modernos ya no solo corregimos esgrimiendo un bolígrafo rojo, sino pertrechados con un sinfín de tablas Excel y listas interminables de criterios que debemos aplicar para extraer ese elemento depurado, compendio de infinitas matizaciones, que llamamos “nota”.

Odio corregir y, sin embargo, me encanta observar los trabajos y exámenes que presentan mis alumnos. Suelo hojearlos demoradamente, fijándome en las caligrafías, en las líneas torcidas y los tachones, en los arrebatos de inspiración del que terminó pronto y decoró una esquina con un dibujo, en los raptos de sinceridad del que me asegura que no ha estudiado pero que lo hará en lo sucesivo, o aprovecha para apelar a mi benevolencia. Ten piedad, profe, me escribió un alumno hace años al final de un examen no precisamente brillante. Supongo que la tuve. Suelo tenerla.

El tema de los nombres merece mención aparte. Está el alumno que firma solo con su nombre de pila ―o, peor, con su apodo―, totalmente ajeno al hecho de ser uno más en una clase de treinta y muchos. Supongo que la culpa es mía: han aprendido que Juan Ramón y Federico no necesitan apellido y piensan que ellos tampoco. También se da el caso del que no pone tildes a sus apellidos, e incluso jura y perjura que el García o el Martínez de su familia no se acentúan, a diferencia de los innumerables Garcías y Martínez que se doblegan como borregos frente a las reglas de acentuación. Otros desvíos u omisiones ocultan tristes historias familiares, como sucede con los que insisten en eliminar uno de sus apellidos porque hace referencia a un progenitor indeseado. O lo que le sucedía a un alumno que tuve hace años, al que llamaré Héctor, que se confundía una y otra vez al poner su nombre en los exámenes.

Cuando lo conocí, Héctor era pequeño, inquieto e iba siempre despeinado. Era de esos alumnos a los que cariñosamente llamo “desastrillos”: sin cuaderno, con el material roto, las hojas sueltas por la mochila. Los bolígrafos le servían para hacer percusión o juegos de malabarismo. Las tijeras (para mi horror), también. No había forma de hacer carrera de él dentro de los cánones estipulados, pero era inteligente y tenía una mirada limpia y llena de curiosidad. A mí me inspiró un afecto instantáneo que todavía perdura. Como eran tiempos previos al Covid, solía acercarme a él y le despejaba la frente mientras hablábamos. Recuerdo su pelo, sedoso y siempre enredado. Me encantaba peinarlo y creo que a él no le disgustaba: de alguna manera, sentíamos que estábamos poniendo algo de orden en el caos de su vida. Porque Héctor faltaba un día sí y otro también a clase; era evidente que algo funcionaba mal en su familia.

La primera vez que corregí un ejercicio de Héctor, vi que se había confundido al escribir su apellido y había tenido que hacer una tachadura. Lo achaqué a la precipitación que lo caracterizaba, pero el error se repitió varias veces: el niño escribía dos o tres letras, las tachaba y luego ponía su apellido. El detalle me tenía intrigada, pero no me decidía a indagar el motivo. No hizo falta. Los profesores del grupo al que pertenecía Héctor recibimos una nueva versión de la lista de clase, en la que este pasaba a ocupar un puesto distinto en el orden alfabético. ¿La razón? La ruptura total de relaciones con el padre, cuyo apellido ya no llevaba el niño. Todo un panorama de infierno doméstico se abrió entonces para nosotros tras el alumno que faltaba mucho y nunca hacía los deberes, el niño con el que ningún compañero quería trabajar en grupo.

Héctor siguió así durante el curso: cuando iba a identificarse en un examen, con frecuencia empezaba a escribir el apellido de su padre y, en cuanto se daba cuenta, lo tachaba para escribir el de la madre. Esa sílaba oculta por un rayajo me parecía ―me sigue pareciendo― un confuso amasijo de emociones. Ahora Héctor tiene tres años más y ha desarrollado una considerable estatura; no se me ocurriría acercarme a él para peinarlo, y no solo por la pandemia. Cuando me cruzo con él por los pasillos del instituto, me pregunto si aún se equivocará alguna vez a la hora de poner su apellido en los exámenes. Estoy casi segura de que ya no y de que ese tachón ha pasado a la historia. Al menos, en lo que atañe al papel. Otra cosa sería si pudiéramos asomarnos a su alma.

Comentarios

  1. Queridísima Beatriz,

    Te abro un poquito mi alma, mi infancia a diferencia del desastrillo se gestó de forma opuesta, con unos padres de excesos y arrebatos de violencia que en algunos casos, ocasionales, les traspasaban a ellos dos y su autodestrucción deseada y teniendo como único punto de salvación a mi queridísima abuela, mi opción fue encontrar la felicidad y la seguridad en la vida reglada y cartesiana del colegio de monjas, estudiando hasta la excelencia, sintiéndome protegida entre los libros. Me acompañaron en este camino grandes profesores que me enseñaron a amar el simple momento de aprender.

    A día de hoy así sigo, estudiando y aprendiendo por placer, por que ese bichito larvó en mi para no irse jamás.

    PD: Siento el ladrillazo pero no sabéis lo importantes que sois los maestros ( que palabra tan preciosa) de verdad.

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  2. Te aseguro, querida Puri, que lo que has escrito es cualquier cosa menos un "ladrillazo". Gracias por tu confianza; me ha emocionado la imagen de aquella niña que se buscó un refugio en los libros y en la hermosa aventura de aprender. Tu elección (aunque, ¿hasta qué punto se elige en situaciones como la que describes?) fue afortunada y te sigues beneficiando de ella. Y de acuerdo por partida doble con tu última afirmación: sí, los maestros son importantes. Y sí, qué preciosa palabra. Un abrazo.

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  3. Lindo casi ver ese recorrido y ese tachon. Mas que enseñar sílabas se ve andar y casi se huele esos pasillos de aprender, caminar y asoma, eso si, el alma misma color tiza.

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  4. "El alma misma color tiza..." Un poeta, como siempre. Gracias, querido amigo Bochín.

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