En el valle de Liébana, en las
inmediaciones del monasterio de Santo Toribio, hay una serie de
ermitas diseminadas en la espesura. Alguna está encaramada en una
peña desde la que se divisa la grandeza del entorno; otras aguardan
ocultas en el bosque, al final de caminos empinados y sinuosos. Es
como si la elevación espiritual proporcionada por el monasterio no
hubiera sido bastante. Allá abajo se quedó la comunidad creada por
Toribio de Palencia, que con el paso de los siglos alcanzaría la
celebridad gracias al Beato que aderezó con sus comentarios el
enigmático Apocalipsis de San Juan (y de paso proporcionó
inspiración a los autores de las imágenes a la par candorosas y
alucinadas de los numerosos códices que contienen dicho texto).
Aunque faltaba tiempo para que el monasterio fuera asociado con la
figura del Beato y se convirtiera además en un centro de
peregrinación por albergar una de las innumerables reliquias de la
cruz de Cristo, una serie de hombres consideraron que el retiro que
proporcionaba no era suficiente y emprendieron una nueva vida en una
cuesta arriba que era a la vez metafórica y real.
La
más singular de estas ermitas lleva el nombre de Cueva Santa. No es
una denominación gratuita: se trata de una construcción de dos
pisos, el superior de los cuales es una capilla y el inferior, una
celda excavada en la roca y que queda en parte por debajo del nivel
del suelo. Allí vivía el ermitaño, en un habitáculo rectangular y
estrecho, simulacro de una tumba, o tal vez del seno de la madre
tierra, en el que quiso encontrar refugio y consuelo. Cuenta la
tradición que fue el propio Santo Toribio quien fundó este pequeño
enclave para luchar contra sus demonios interiores y alcanzar la
perfección. Al parecer, lo consiguió o anduvo muy cerca: los
ángeles bajaban a hacerle compañía en un lugar cercano, en el que
el emprendedor santo construyó otra ermita en honor a sus alados
contertulios. Ignoro hasta dónde llegó este juego de ermitas
consecutivas del bueno de Toribio. Me gusta imaginarlo levantando con
sus manos pequeños edificios en cada punto del valle donde tuvo una
visión, donde lo iluminó el rayo de la elección divina o alguna
pequeña criatura natural le hizo comprender la grandeza del
universo.
Como
todos los enclaves de estos antiguos eremitas, la Cueva Santa de
Liébana impresiona por lo que implica de una vida cuya dureza apenas
podemos imaginar. El aislamiento, la oscuridad cerrada de la noche y
el lento discurrir de las horas son detalles nimios de esa existencia
inconcebible, despojada de comodidades y reducida a la simplicidad
más extrema. Un elemento añadido en este caso es lo reducido del
espacio, la sensación perturbadora de estarse internando al cruzar
su umbral en un estadio previo a la vida o en la soledad de un
sepulcro. Claustrofóbica como soy, tuve que vencer cierta
resistencia para agacharme y franquear su estrecha abertura. De
inmediato me sentí sobrecogida por el abrazo de la piedra y creí
ver, tendida en el suelo, la escueta figura del eremita en reposo. No
era, sin embargo, el espacio fúnebre con el que había temido
encontrarme. Un haz de luz se colaba por un ventanuco abierto en la
pared del fondo y creaba un círculo de claridad en el suelo. Me
gusta creer (carezco por completo de sentido de la orientación) que
el edificio está orientado al este y que el primer rayo de sol que
se colaba cada mañana por la abertura caía sobre el rostro del
ermitaño dormido. Me acerqué a la rudimentaria ventana. No era
diáfana: una trama en forma de círculos concéntricos la velaba.
Era una tela de araña, perfecta y simétrica, con su orgullosa
creadora en el centro. Aquella criatura pequeña había decorado la
ventana de la celda como los vidrieros que adornaron con sus colores
y diseños los rosetones de las catedrales. Dejadme soñar: a Toribio
el eremita le habría llenado de alegría.
Comentarios
Publicar un comentario