CUADROS RECUPERADOS (IX): EDIFICIOS


Los cuadros hiperrealistas ejercen en ocasiones un efecto perturbador sobre mí, en especial cuando tengo la impresión de que hacen referencia a algo más allá de la realidad física que con tanto detalle y fidelidad reproducen. Es el caso de la obra del pintor canadiense nacido en 1965 Rod Penner, un auténtico periplo por los territorios de la desolación. Las pinturas de este artista reproducen edificios modestos, rincones de pueblos y ciudades, instalaciones funcionales y cotidianas, pero presentan la peculiaridad de omitir a los seres humanos que los habitan. Contemplando los paisajes urbanos de Penner, uno tiene la inquietante sensación de haber llegado justo después de una catástrofe que ha borrado de un plumazo todo rastro de vida. Calles vacías, casas abandonadas, gasolineras y cafeterías iluminadas en la noche, a la espera de clientes que no terminan de llegar. Penner es el pintor de los suelos sin asfaltar, de los charcos que son restos de lluvias pasadas, de la maleza que nadie se ha molestado en arrancar. Sus lienzos destilan una profunda tristeza. Así sucede en el titulado Clayton Dry Cleaners, con su humilde edificio de letrero descolorido y puerta clausurada por una pared de ladrillos, con el gris que emana del cielo y parece inundar la retina y el estado de ánimo del espectador. La tristeza de los objetos abandonados, la melancolía causada por la más absoluta soledad.

(Los cuadros de julio. 2013)


Cornelis van Dalem (1530-1573) es un pintor flamenco poco conocido que se dedicó al paisajismo más como afición que como auténtica carrera artística. En las escasas líneas que se le dedican en las enciclopedias, se hace referencia a él como autor de cuadros sencillos, en los que se limita a plasmar el entorno natural sin apenas anécdota. A mí, sin embargo, me parece que sus obras están rodeadas de un aura de misterio que las hace muy atractivas. Así sucede en este Paisaje con granja, a primera vista un prodigio de armonía y suavidad cromática que produce un efecto tranquilizador en el que lo contempla. Pero una mirada más atenta nos revela motivos de inquietud bajo esa apariencia apacible: los desconchones en las paredes de los edificios, los huecos en los tejados, las vigas al aire, los muros a medio derribar; nada hay entero ni a salvo de la decadencia en este paisaje rural en el que los personajes se desenvuelven con perfecta naturalidad. Las ruinas de una iglesia al fondo y las ramas casi desnudas del árbol del primer término terminan de conformar una escena profundamente triste, trasunto material de un mundo que se desmorona.

(Los cuadros de febrero. 2014)


Autor de estremecedores cuadros en los que refleja sin tapujos la soledad y la angustia del ser humano, el pintor austriaco Egon Schiele (1890-1918) se desmarca de sus motivos habituales para pintar esta jovial Casa con ropa tendida. El edificio con sus tejaditos de cuento de hadas, las ventanas gemelas, las prendas colgadas en divertida simetría: todo parece remitirnos a un universo inocente, infantil, libre de preocupaciones. Pero no nos dejemos llevar por la primera impresión. Un examen más atento delata el trazo tembloroso del artista, el cielo que parece ir a desmenuzarse, el suelo que se comba, como incapaz de soportar el peso de las casas. Algunos cristales faltan de las ventanas y han dejado en su lugar agujeros negros que nos observan; el largo balcón central se inclina, como abrumado, hacia la izquierda. La angustia habitual del pintor se abre paso, por debajo de ese mundo colorido, lleno de optimismo, con el que ha conseguido soñar por unos instantes.

(Los cuadros de octubre. 2011) 


Una de las razones por las que lamento carecer de aptitudes para la pintura es la posibilidad que tienen los artistas plásticos de reflejar de forma directa e impactante el mundo de los sueños. Siento por ello una gran atracción por los cuadros que plasman ambientes irreales, sobre todo aquellos en los que el elemento arquitectónico cobra especial relevancia. Ya lo saben los que me siguen con cierta asiduidad: con frecuencia sueño con edificios, que presentan siempre un carácter oscuro e inquietante, como si estuvieran animados por una fuerza que capto pero cuyo significado y origen soy incapaz de descifrar. Recientemente he descubierto a un pintor que plasma a la perfección ese carácter misterioso de los escenarios de mis sueños: el holandés Carel Willink (1900-1983), que aúna un depurado realismo con la creación de climas oníricos. El cuadro que precede a estas líneas tiene el aséptico título de Vista urbana, pero nada menos frío y neutral que esta calle desprovista de toda presencia humana en la cual, sin embargo, misteriosas fuerzas parecen estar acechándonos. Cuando lo vi por primera vez, me sentí de inmediato inmersa en una de esas pesadillas que no terminan de serlo del todo porque nada malo llega a ocurrir, aunque en su transcurso sentimos que una angustia indeterminada nos atenaza. La combinación del ordenado pavimento iluminado y del cielo tormentoso forma un conjunto amenazador; nos sentimos solos en este escenario vacío y silencioso, de iluminación irreal, como solas y aisladas se encuentran estas casas separadas entre sí. En este pulcro paisaje urbano parece estar a punto de suceder algo terrible. Observar largamente este cuadro es penetrar en una pesadilla: somos conscientes del peligro, pero ignoramos de dónde procede ni cómo evitar que caiga sobre nosotros. Tal vez antes consigamos despertar. 

(Los cuadros de noviembre. 2015)

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