CUADROS RECUPERADOS (I): LUCES Y SOMBRAS

Hubo un momento, en los albores de este blog, en que yo guardaba memoria exacta de todos los artistas cuyas obras habían pasado por la sección titulada El cuadro de la semana. Mi intención inicial (está claro que demasiado ambiciosa) era la de no repetirlos. Me lancé al proceloso mundo de la pintura armada con mi ordenador y mi optimismo, y fui poblando este museo virtual con todo lo que me parecía reseñable, que era mucho. Fui francamente feliz.

El primer tropiezo llegó al cabo de año y medio, cuando en un despiste comenté la obra de un pintor que ya había estado presente con anterioridad. Era el británico George Frederick Watts, autor de la delicada alegoría Esperanza, pero también de la recreación del mundo artúrico titulada Galahad, que había sido una de las obras pioneras de la sección. Fue el primer hilo que se escapaba en un tejido que, a partir de entonces, se fue deshilachando poco a poco. 

Luego vinieron otros cabos sueltos: autores que creía haber incluido cuando no era así, otros que no recordaba haber comentado y, lo que era peor, cuadros que me encantaban, pero de los que no conseguía recordar título ni autor. De ese panorama de desmemoria nació hace un mes la idea de detenerme por un tiempo a recuperar viejos conocidos para observarlos reposadamente y desde una nueva perspectiva. Esta es la primera entrega de esos cuadros recuperados, que explora el contraste entre la luz y la sombra: es decir, el territorio de la pintura. 

Una doble pirueta de artista virtuoso: los modelos representados en el lienzo, las sombras de los personajes proyectadas sobre la pared. El reflejo de un reflejo. Ante semejante malabarismo, uno pierde de vista el motivo humano del cuadro; las sombras se vuelven las protagonistas. Pero si conseguimos apartar los ojos de ellas, descubriremos un misterio: ¿Qué problema agobia a esta pareja?  ¿Qué causa la expresión compungida, casi perruna, del hombre? ¿Y el desvío de los ojos de ella? El título no nos ayuda; al autor le interesa más el deslumbrante juego de luces: Sombras marcadas de Emile Friant (1863 – 1932).

(Los cuadros de febrero. 2011)



Un sencillo interior doméstico se convierte de la mano del pintor británico Victor Pasmore (1908-1998) en toda una exploración de las formas, colores y luces que componen la realidad. El artista y su esposa son parte de esta escena en que lo humano y lo inanimado quedan reducidos al mismo nivel y son tratados con idéntica atención. El cuadro lleva el título de Luz de lámpara; en él, en efecto, la pantalla iluminada se erige en protagonista, y es su resplandor el que distingue los objetos que percibimos con más claridad, como la jarra de cristal y el libro dispuesto encima de la mesa, de los que se pierden en la penumbra circundante. El artista, con el rostro dividido por la luz y la sombra, parece observarnos con fijeza, pendiente de nuestra reacción frente a su obra. Concentrada en una labor cuya naturaleza se nos escapa, la esposa inclina sobre la mesa un rostro carente de rasgos. Cada miembro de la pareja ocupa una posición distinta en este mundo puramente pictórico: alejado de la fuente luminosa, el cuerpo de él se pierde en una zona de absoluta negritud; el de ella se difumina en un territorio en que los trazos del artista se liberan y se sitúan a un paso de la abstracción. A mí este cuadro en apariencia cotidiano y tranquilizador me parece un profundo estudio sobre la labor del artista, sobre su constante vaivén entre lo que perciben sus ojos y lo que elabora con su mente. Creemos adivinar, incluso, la mano del personaje masculino esgrimiendo un pincel en el ángulo inferior izquierdo; Pasmore se retrata en pleno acto de creación, rodeado por su visión personal de un mundo reducido al juego de sus pinceladas.
 

(Los cuadros de agosto. 2017) 

De niña, me fascinaban los cuadros en los que, según me parecía, se me invitaba a entrar. Me plantaba largo rato frente a ellos, me concentraba en un detalle y, de repente, se producía la ilusión: ya no me encontraba en la sala del museo, sino dentro del lienzo, compartiendo espacio con los personajes que lo habitaban. He viajado, así, por muchos salones, por arquitecturas fantásticas y paisajes ideales, codeándome con damas y caballeros, divinidades clásicas, héroes y santos. Sin duda, en aquellos años de mi infancia me habría encantado Caroline en las escaleras, del pintor alemán Caspar David Friedrich (1774 – 1840), maestro de la sugerencia y lo impreciso, perfecta encarnación de los principios del Romanticismo. Hoy todavía me resulta fácil dejarme llevar por la fantasía mientras contemplo este cuadro, y subir los escalones en pos de la figura femenina, en medio del melancólico juego de luces y sombras, para descubrir lo que se esconde en el piso de arriba. 

(Los cuadros de marzo. 2012)

Hay veces en que se borran las fronteras entre lo animado y lo inanimado, entre lo vivo y lo muerto. La mesa, el espejo, la calavera, el cuerpo y el rostro de la mujer: todo tiene la misma textura básica, terrosa, en este espacio lleno de misterio, en este alarde de luces que se abren paso en medio de las tinieblas. La llama de la vela, escondida a los ojos del espectador, es la auténtica protagonista del cuadro: Magdalena penitente, una de las tres hermosas Magdalenas pintadas por Georges de La Tour (1593–1652). 

(Los cuadros de abril. 2011) 

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