SOBRE LA FUGACIDAD

El sábado pasado, me encontraba por la zona del Museo Arqueológico a eso de las seis de la tarde. Había conseguido aparcar bien el coche (circunstancia realmente singular en el tráfago de compradores y turistas que abarrotaban la zona). Era una buena ocasión para hacer una visita fugaz al pasado.

Cada vez que entro con toda facilidad en un museo de semejante envergadura, me embarga un profundo amor hacia los arqueólogos, investigadores, restauradores y estudiosos que han puesto al alcance de mi vista tal despliegue de objetos valiosos. Los conserjes me parecen benignos genios guardianes que me franquean la entrada a una gruta maravillosa llena de tesoros. El sábado pasado, siglos y siglos de historia se abrieron ante mí cuando menos lo esperaba, escasos minutos después de estar inmersa en el tráfico del centro de Madrid. Podía saltar a la época que quisiera. Visitar a mi vieja amiga la Dama de Elche y a las otras grandes dama iberas, la de Baza y la Oferente. Pasearme entre los rostros de inquietante realismo de los bustos romanos. Mirar con fascinación infantil (hay una niña macabra alojada en mi interior) los cadáveres momificados. En medio de este gozoso periplo, se produjo un encuentro inesperado.

Diría que me llamó desde su puesto en el interior de la vitrina. Me sucede a menudo: hay cuadros y esculturas que me hablan, se dirigen a mí y me obligan a elegirlos entre todos los objetos expuestos, de la misma manera que ellos me eligen a mí –o eso creo— entre todos los visitantes. La pieza que de esa forma llamó mi atención era una estela funeraria situada en la zona de la Hispania romana. La blandura de la piedra en que estaba realizada había hecho que la figura tallada en ella hubiera perdido detalle y fuera un personaje sin rostro. Aun así, resultaba de lo más expresiva. Se trataba de una personita menuda, vestida con una túnica corta, que llevaba una cesta en la mano. Había en ella una encantadora ingenuidad que me hizo pensar en un protagonista de cuento: un pequeño héroe que atraviesa los peligros del bosque portando víveres. Me acerqué. A los pies de la figura había una inscripción sólo a medias legible. Pude distinguir lo que me pareció el nombre del personaje: Quartulus.

La cartela junto a la pieza me bajó a la realidad. Sesudos investigadores habían reconstruido y traducido la inscripción: “Quartulo, que vivió cuatro años. Que la tierra te sea leve”. El mensaje cayó a plomo sobre mí y me quedé paralizada delante de la vitrina. En la cartela se me informaba con fría y aséptica prosa de que la estela funeraria representaba a un niño de cuatro años que trabajó en una mina de la provincia hispano-romana de la Bética en el siglo I d.C. Se me informaba también de que la explotación de los metales era una prioridad para Roma en Hispania y de que el duro trabajo de extracción era realizado por asalariados, siervos, esclavos y condenados. No se tenían datos sobre a cuál de esos grupos pertenecía el pequeño Quartulo, que en su representación escultórica –no lo capté hasta que lo miré de cerca– portaba en la mano derecha un pico para extraer el metal.

Salí del museo algo perturbada por ese encuentro con el que no había contado. Mi fugaz visita del sábado por la tarde me había dado que pensar mucho más de lo que esperaba. Sobre la fugacidad y la pervivencia, sobre la crueldad de las muertes prematuras y sobre la huella que la más humilde y breve de las vidas puede dejar para la posteridad. Sobre las breves alianzas que se producen entre los seres anónimos que se miran, con siglos de distancia, desde uno y otro lado de la vitrina de un museo.

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