PAPELES RECUPERADOS

Hará cosa de un mes, una alumna del instituto me abordó en el recreo y me pidió que leyera un texto del que es autora. Es una estudiante a la que nunca he dado clase pero a la que tengo la sensación de conocer mucho. Pertenece a ese grupo de chicos que con frecuencia acude a la biblioteca durante el recreo y que, en la media hora que dura este, se pierde en los recovecos de una lectura mientras, al otro lado de las ventanas, el edificio parece tambalearse como consecuencia de la desbordante animación juvenil.

Esta muchachita a la que he visto absorta en muchos libros desde que llegó al instituto siendo una niña, me abordó, como iba diciendo, hará cosa de un mes. Tendía hacia mí un folio escrito a mano y parecía presa de una repentina timidez. Tardé un poco en entender lo que me pedía: quería mi opinión sobre uno de sus escritos. Le pregunté sobre la índole de este y la sumí aún más en la confusión; tras varias explicaciones inconexas, murmuró algo así como: «Es una cosa muy rara», antes de entregármelo y alejarse corriendo. Sonreí comprensivamente. Yo había vivido alguna situación semejante ―todos los que hemos emborronado folios desde jóvenes la hemos vivido, supongo― en tiempos ya demasiado lejanos.

No volví a pensar en el asunto hasta que, al cabo de unos días, me acordé de la joven escritora y decidí aprovechar un rato libre para leer el texto que me había entregado. Entonces comenzó mi zozobra al comprobar que no estaba en la carpeta en la que creía haberlo guardado. Intenté hacer memoria: recordaba la sonrisa azorada de la alumna, su gesto blandiendo la hoja frente a mí y su rápida retirada. Y nada más. Lo que vino a continuación, lo que hice con la obra que me había confiado, era un espacio en blanco. Revisé los sitios habituales en los que se desarrolla mi actividad en el instituto y la hoja siguió sin aparecer. Yo la recordaba con precisión: un folio cuadriculado escrito en tinta azul con una letra cuidada. Pero ni rastro en mi memoria de lo que yo había hecho con él después de que su autora me lo hubiera entregado.

Estuve preocupada unos días. Me resultaba evidente que no existía copia alguna de aquel texto escrito a mano y que yo, al perderlo, había dado al traste con una invención imposible de recuperar. Curiosamente, la autora del manuscrito extraviado no volvió a pasar por la biblioteca desde el día en que me pidió opinión, asustada tal vez ante la perspectiva de enfrentarse a mi veredicto. Yo esperaba con inquietud su regreso y el momento de reconocer mi descuido: haberle fallado a una persona que había confiado de tal forma en mí me parecía una negligencia imperdonable.

Mientras esperaba el momento de afrontar mi error, me vino a la memoria un episodio de mi juventud en el que no pensaba hacía mucho. Cuando era una estudiante de Arte Dramático, la materia de Literatura me la impartió ―no recuerdo en qué curso― un novelista hoy muy ilustre que por aquella época acababa de despuntar con su ópera prima. A mí me gustaba mucho como escritor y también en el trato humano, así que me decidí a vencer mi timidez y pedirle su opinión sobre una novela que acababa de terminar. Lo abordé, pues, al final de una de sus clases, llevando un grueso fajo de fotocopias encuadernadas con un canutillo de color negro. El profesor y novelista lo tomó de mis manos, me aseguró que se lo leería y me sonrió con su habitual expresión comprensiva. No volví a saber nada. Terminó el curso, llegó el siguiente, el afamado escritor dejó de impartirme clase y jamás se dirigió a mí para hacerme llegar comentario alguno. Yo mantuve durante más tiempo del razonable la esperanza de que rompiera su silencio. Por mi parte, no me atreví a reclamarle su opinión.

Estos días en que creía haber perdido un escrito irrecuperable, me he acordado mucho de este autor, que es hoy uno de los grandes y cuyo nombre figura en los manuales en el apartado de novela española actual. Reconozco que durante años he sentido hacia él cierto resquemor que ha empañado la admiración que me suscitan sus escritos. La anécdota que acabo de contar lo ha redimido en cierta medida: quién sabe si, en un despiste, este hombre atareado perdió la copia que le entregué y no fue capaz de confesármelo.

Para tranquilidad de algún posible lector inquieto, diré que hace unos días apareció el texto de la joven escritora, mezclado con varios artículos de alumnos destinados al periódico del instituto. Mi alivio fue enorme y no del todo altruista. Me divierte fantasear con la idea de que, en justa correspondencia, tal vez mi antiguo profesor encuentre entre sus papeles olvidados unas fotocopias amarillentas y se ponga a leerlas con interés. Quién sabe si a estas alturas puedo aún recibir su autorizada opinión, con décadas de retraso.

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