MIS FOTÓGRAFOS (XI)


Los títulos son importantes. Subrayan la intención de la obra artística, explican o concretan su significado; en ocasiones, van más allá y le otorgan un nuevo sentido. Así sucede en esta imagen de la fotógrafa mexicana Lola Álvarez Bravo (1907-1993), que responde al literario título de En su propia cárcel. Sin ese acompañamiento de palabras, la escena que se nos muestra nos parece plácida y tranquilizadora, dotada de un profundo carácter evocador, como lo suelen ser las imágenes que muestran a un personaje sumido en la contemplación de algo que está fuera del alcance de nuestra vista. Pero el precioso juego de luces y sombras creado por las rejas que se proyectan en la pared adquiere un significado siniestro una vez leído el título de la fotografía. Lola Álvarez Bravo, mujer independiente y luchadora en una época y un entorno nada propicios a la liberación femenina, pone su pericia técnica y su sentido de la oportunidad al servicio de un fuerte compromiso con otras mujeres menos afortunadas que ella. La modelo que mira melancólicamente hacia el exterior se nos revela una prisionera de su hogar, su familia, su mundo cotidiano. La ventana en la que se toma un momento de descanso es solo una atalaya que le deja ver una realidad inalcanzable, al otro lado de unas rejas que tal vez ella misma ha contribuido a erigir. Por efecto del juego de luz y sombra, los ojos de la mujer están iluminados y la boca permanece en la oscuridad: esta prisionera contempla y calla, observa los límites de su encierro pero no es capaz de pronunciar palabras de rebelión.

Cuando se borran las fronteras entre la fotografía, la ilustración y el diseño gráfico, surgen imágenes tan llamativas como la titulada Luna llena tras la iglesia de San Juan en Hamburgo, obra del fotógrafo alemán Wolfgang Langenstrassen. No he podido encontrar en la red dato alguno sobre este autor, pero sí unas cuantas muestras de su producción, que son en su mayoría testimonios de actualidad, pero que de vez en cuando se orientan, como en este caso, a mostrar ángulos insólitos de lo cotidiano. Para mí, no hay corriente artística occidental que hunda más sus raíces en lo onírico que el gótico; fotografiada así, esta torre de iglesia, que no pasa de ser el típico remate de un edificio de ese estilo, entra de lleno en el territorio de la magia. Las líneas vertiginosas, el brillo de la cubierta de pizarra, la alternancia de luces y sombras y la presencia de la luna producen la impresión de estar frente a un espectáculo irreal. Cuando vi por primera vez esta imagen, tardé un rato en dilucidar a qué modalidad artística pertenecía. Aclarada esa duda inicial, sigue vigente la sensación de inquietud que me produjo su contemplación. Hay algo extrañamente animado, amenazador, en esta aguja que parece emerger de las sombras, más que para ser observada, para que sea ella quien nos observe a nosotros.


Marcin Ryczek es un joven fotógrafo polaco que construye sus imágenes a base de los elementos geométricos que conforman la realidad, como si esta fuera un gran libro escrito en clave cuyos significados ocultos está empeñado en desvelar con su cámara. Como él mismo afirma en su página web, el simbolismo, la simplicidad y el minimalismo son los rasgos fundamentales de su obra. Yo añadiría la capacidad para encontrar el punto de vista insólito. Si se introduce su nombre en un buscador, el resultado mayoritario será relativo a la fotografía que encabeza estas líneas, titulada Hombre alimentando cisnes en la nieve, que goza de extraordinaria popularidad en la red y que es un perfecto ejemplo de lo que acabo de decir. A mí me encanta imaginar las circunstancias en que esta imagen fue captada: un lugar público por el que sin duda deambularían más personas y en el que, de pronto, surge la mirada aguda de nuestro fotógrafo, capaz de encontrar la perspectiva y el encuadre adecuados para que una escena cotidiana se convierta en algo sorprendente y único. Es difícil llevar más lejos el empleo expresivo del blanco y negro. Esta curiosa imagen partida y simétrica nos habla de dualidades, de contrastes y de los misteriosos mensajes que nos lanza el mundo circundante. Y es que, definitivamente, la realidad puede ser algo asombroso, siempre que sepamos mirarla.
 

Cuenta el fotógrafo británico Ian Berry que vivió momentos de auténtico pánico cuando intentaba dar testimonio de la invasión soviética de Praga en 1968. La sensación de peligro era constante y paralizadora; por eso se quedó atónito al descubrir a un joven colega que se subía a los tanques con dos cámaras colgadas al cuello entre el entusiasmo y la colaboración popular. Aquel «loco de mirada salvaje», como lo calificó Berry, era el fotógrafo checo Josef Koudelka. Koudelka tenía treinta años y nunca antes había fotografiado acontecimientos políticos; su objetivo se había fijado hasta ese momento en motivos teatrales y costumbres de minorías étnicas. La casualidad hizo que se diera de bruces con uno de los grandes hechos del convulso siglo XX y no perdió la oportunidad de inmortalizarlo. La locura y el salvajismo de los que habla su colega británico dieron como fruto impresionantes imágenes que reflejan la violencia de la ocupación y la desesperada reacción del pueblo. La increíble audacia de Koudelka lo lleva a retratar el conflicto desde su interior; coloca su cámara en el centro mismo del enfrentamiento y nos hace con ello testigos excepcionales. Entre todas las fotografías de esta serie que he podido contemplar, me atrae especialmente la que encabeza estas líneas, que es un prodigio de composición creada en un instante: la sensación de caos que transmite la humareda del fondo, el expresivo gesto del brazo tendido del joven que protesta, los raíles del tranvía que crean el efecto de atraernos hacia el interior de la escena. Y, sobre todo, la mirada concentrada del soldado soviético, tan joven como su oponente, unido con este por el sinsentido de la guerra, que borra los límites entre víctimas y verdugos.   

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