TRAZOS ANÓNIMOS

Como ocurría con los viejos maestros que no firmaban sus obras y de los cuales la posteridad apenas conoce el nombre de pila o su lugar de origen, existen en la actualidad artistas cuya identidad permanece oculta. Realizan sus obras furtivamente y las firman con nombres ficticios; corren teorías encontradas sobre sus personalidades, lo cual acrecienta el interés en torno a ellos. No se trata, como en el caso de los antiguos pintores medievales, de humildes artesanos sin ansia de gloria que desarrollaban su tarea en el más modesto de los anonimatos. Son oscuros pero gustan de saltar a la palestra, son un enigma y a la vez un espectáculo, son estelares a su opaca manera. En su momento formaron parte de un movimiento marginal pero en los últimos años han entrado con fuerza en el mercado del arte, lo cual choca frontalmente con su esencia primera. Son los antiguos grafiteros, reconvertidos en estrellas. Habrá que cambiarle el nombre a su actividad. Démosle la bienvenida al arte urbano.
 
En tiempos, un grafiti equivalía invariablemente a un problema. Suciedad, vandalismo, gastos de limpieza. Un molesto impuesto más de la vida ciudadana. Desde hace un tiempo, los medios de comunicación nos muestran ejemplos que contradicen esta idea. Una pintura en una puerta o una pared, realizada al amparo de la noche por según qué mano, puede equivaler a una fortuna. Hará cosa de un mes leí en la prensa la siguiente noticia: la policía palestina había confiscado una puerta decorada por el artista callejero conocido por el sobrenombre de Banksy. ¿La causa de tal confiscación? La persona en cuyo poder se encontraba, un artista local, la había adquirido por unos 16o euros. El vendedor, un padre de familia numerosa, se había dado cuenta ―demasiado tarde― de que había sido víctima de un engaño. Porque las obras de Banksy se cotizan en el mercado del arte con precios en torno al medio millón de dólares.

Polémicas aparte, a mí lo que me impresionó fue la imagen que acompañaba a la noticia. La pintura había sido realizada en la puerta de una casa derruida ―una de tantas― de la franja de Gaza. En aquella pieza que permanecía milagrosamente en pie en medio de los escombros, se veía una figura de mujer con la cara cubierta y el cuerpo agazapado que, en un gesto de desaliento, se lleva la mano al rostro. Es una pintura vibrante, enérgica, llena de expresividad. El símbolo de la desesperación de todo un colectivo humano.


Banksy es un artista británico que lleva desde los años 80 esparciendo su pintura por los muros de variados lugares del planeta. Es muy entretenido leer las teorías que corren por la red sobre su identidad y sus características personales; se parecen en cierta medida a los testimonios de los que presencian un acto delictivo y dan sus versiones a la policía. Este Robin Hood de las artes ha decorado paredes de medio mundo y ha tenido la osadía de introducirse a colgar de forma clandestina alguna de sus obras en museos como el MOMA o la Tate Modern. Todo un personaje. Pero anécdotas aparte, basta echar un vistazo al sinfín de imágenes que nos asaltarán apenas escribamos su nombre en un buscador de Internet, para darnos cuenta de su imaginación y la fuerza expresiva de sus creaciones. Las pinturas de Banksy son agudas, irónicas, divertidas, provocativas, poéticas. Exploran lo mismo el mundo actual que los grandes temas de siempre para apartarse de lo establecido y ofrecer un punto de vista sorprendente. Tiene, además, la enorme capacidad ―imprescindible en un artista urbano― de aprovechar al máximo el emplazamiento que la ciudad le ofrece, logrando una perfecta simbiosis entre el entorno y la imagen por él creada. A mí me parece que posee un talento extraordinario. Me ha costado elegir entre sus múltiples creaciones. Dejo a continuación tres de mis favoritas: el empleado municipal que limpia meticulosamente unas pinturas prehistóricas, el manifestante con la cara tapada que arroja un ramo de flores en lugar de un cóctel molotov, la niña que riega una antena de televisión de la que, milagrosamente, van surgiendo brotes. Magia pura. Qué no daría yo por encontrarme una mañana con que la mano anónima de este salteador de paredes ha decorado la fachada de mi casa.



 

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