DÍAS DE LIBROS

Para mí, el mes de abril suele ser un mes de locos. Siento por ello gran simpatía por la fiesta dedicada a las bromas y la celebración de lo absurdo que ciertos países, especialmente los de la órbita anglosajona, sitúan el primero de abril. Me parece una fecha mucho más adecuada que la de su equivalente en los países hispanos, el 28 de diciembre, festividad asociada a esa truculenta matanza de niños que es, en mi opinión, la historia más terrible ―y eso que hay donde elegir― que contiene la Biblia. Por razones derivadas de mi trabajo y mis circunstancias personales, abril es para mí el mes de las carreras, los agobios, los despistes y las anécdotas divertidas; de la actividad frenética y de la falta de tiempo para pensar. No es extraño que, con semejante panorama, se me pasara el Día del Libro de este año sin escribir ni una línea al respecto en este blog.

Hará cosa de un mes, un conocido ―o el conocido de un conocido, de esos a los que Facebook tan generosamente denomina con el nombre de “amigos”― compartió un chiste de Forges con el que me sentí identificada en grado sumo. Dos presos de los clásicos, con su traje y su gorrito de rayas, están encerrados en una celda. Uno de ellos mira con gesto melancólico la luna, que se atisba por entre los barrotes de un ventanuco. El otro se interesa por saber de qué delito acusan a su compañero. «De proxelecta», contesta el melancólico. Por supuesto, el otro ignora ―igual que nosotros― en qué consiste semejante actividad. La explicación llega en seguida: de intentar que la gente lea. Sentencioso, el que pregunta deja caer su desalentadora conclusión: «Jo, macho, se te ha caído el pelo».

Una de las razones por las que esta última temporada he estado tan ocupada es porque he estado ejerciendo con entusiasmo el proxelectismo, según la genial creación léxica de Forges. Es de las escasas convicciones que he conservado intacta a lo largo de los años: leer es bueno. Para mí, para los que me rodean, para mis alumnos, para la sociedad en general. Un mundo con libros ―con libros que se leen, se intercambian, se comentan, se releen― es, sin duda, un mundo mejor. Por eso he dedicado tantas horas de mi vida, y espero dedicar muchas más aún, a la tarea de leer con otros, de sugerir, comentar, animar, intercambiar lecturas. En el último mes se me han acumulado tareas de este tipo, y me he encontrado naufragando por enésima vez con García Márquez para organizar un torneo de lectura en el que participaban profesores y alumnos y que tenía como base Relato de un náufrago; releyendo Después del invierno de Guadalupe Nettel para preparar la reunión correspondiente del club de lectores que coordino; organizando un mercadillo de libros de segunda mano que, como todos los cursos, animó el hall de mi instituto en fecha algo posterior, por cuestiones organizativas, al 23 de abril. Mientras afrontaba estas tareas, me asaltaban múltiples ideas para escribir en este blog, que fueron aplazadas por falta de tiempo.

Quise escribir sobre el curioso asombro, sobre la inexplicable incertidumbre que me siguen produciendo las páginas de García Márquez que he releído ya un buen puñado de veces. Sigo sintiendo el hambre del náufrago a la deriva en la balsa, sigo conteniendo la respiración para que pueda capturar una gaviota y estremeciéndome de pena cuando debe darle muerte; me falta el aire cuando se ve atrapado debajo del agua y me domina el pánico cuando una aleta gigantesca se desliza junto a la borda. Insistió García Márquez en su momento en que él se limitó a ordenar las ideas que el náufrago protagonista le transmitió, y que lo hizo con un lenguaje funcional, con una voluntaria carencia de estilo. Bendita carencia, la del gran Gabo.

Quise escribir también sobre la emocionante fidelidad de lectores que llevan acudiendo a las tertulias literarias de mi instituto desde hace nueve años, sobre la delicia de sentirse identificada con las ideas que exponen los que me son más afines o sorprendida por las que aportan los que poseen un punto de vista diferente. El consuelo de saberse comprendido, el asombro de enfrentarse a lo nuevo: las dos grandezas que entraña la literatura.

Quise también traer aquí el trasiego de chiquillos frente al puesto de libros provisto gracias a las donaciones llegadas de múltiples procedencias, plasmar el encantador gesto de fastidio del alumno que se rasca los bolsillos en busca de una moneda que no encuentra y al que se le presta urgentemente la cantidad necesaria para adquirir el libro que le ha llamado la atención. La ingenuidad del que me pregunta de qué trata una obra cualquiera del puesto, con la confianza de que su profesora de Lengua tiene, necesariamente, que habérselas leído todas. El agobio del hijo cariñoso que rebusca un libro adecuado para regalarle a su madre y que me pide consejo, como si yo debiera conocer las preferencias literarias de todas las madres.

Quise escribir sobre todo eso pero se me pasó. No tuve tiempo. Estaba ejerciendo el proxelectismo. Me fue imposible hacerle un homenaje al Día del Libro, porque,  para mi fortuna, todos los días del pasado mes fueron días de libros. 

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