Cuando yo era una extraña jovencita
que disfrutaba viendo arte en solitario, la colección de pintura del siglo XIX del
Museo del Prado estaba instalada en un edificio aparte, un precioso palacete
que, pese a su encanto, no dejaba de ser un signo del desdén con el que se
trataba a los artistas de dicho periodo. Este edificio menudo y coqueto es el
Casón del Buen Retiro. Allí se exhibían las obras de los pintores
decimonónicos: los paisajistas que se movían entre los coletazos del
Romanticismo y las técnicas impresionistas; los adeptos al género histórico, que
eligieron buscar su inspiración en el pasado; los realistas, que, al contrario
que los anteriores, fijaron su mirada en el mundo que los rodeaba. Era una
especie de muestrario de «hermanos menores» de los grandes maestros, de Goya,
Velázquez, El Greco, cuyas obras se mostraban en el edificio grande y señero,
al otro lado del Paseo del Prado. A mí estos pintores, tachados por aquel
entonces de banales, académicos o ramplones, cuando no de grandilocuentes, me
hicieron pasar unos ratos maravillosos. Por ello viví con enorme alegría la
inauguración en 2007 de la ampliación del Museo con la muestra El siglo XIX
en el Prado, que fue el preludio de la instalación definitiva de las obras
de esta época en el edificio principal. Y por ello, casi dos décadas
después, he recibido con alborozo la exposición actual, que reúne obras de
diferentes procedencias que suponen un vívido testimonio del paso del siglo XIX
al XX en nuestro país.
Arte y transformaciones sociales en
España (1885-1910) es
una exposición deslumbrante. Paseando por las salas que la componen, el
visitante se adentra en las duras condiciones de los trabajadores, en las
revueltas obreras, en la sobrecogedora explotación infantil, en el poder de la
Iglesia, en el sórdido ambiente de la prostitución, en la esperanza de cambio
que suponen la medicina y la educación, en la tristeza de los emigrantes, en la
muerte y sus rituales. Y lo hace de la mano de artistas cuyo nombre difícilmente
reconocerá, pero también de otros cuya consideración ha variado de forma
notoria a lo largo de los años. Empiezo con uno de estos últimos.
Julio Romero de Torres, tan unido en
el imaginario colectivo a imágenes de una España estereotipada y caduca, nos
sorprende con un prodigio de sencillez e intensidad titulado A la amiga. Una
severa restricción cromática y un predominio del espacio vacío le sirven al
artista para dirigir la atención de quien contempla el cuadro hacia las tres
figuras protagonistas, los niños que nos hurtan su rostro y la mujer que clava
en nosotros una mirada oscura, llena de expresividad y tristeza. La cartela
informativa relaciona esta imagen enigmática con las «escuelas de amiga»,
institución tradicional en ciertas zonas de España, como Andalucía, que
permitía a las trabajadoras dejar a sus hijos a cargo de maestras que se
encargaban del cuidado de los más pequeños y de la enseñanza de las niñas, las
grandes marginadas del sistema educativo. Me he encontrado ya varias veces cara
a cara con este cuadro de Romero de Torres, que forma parte de los fondos del
Museo de Bellas Artes de Oviedo, y siempre he tenido la impresión de que el
pintor intenta transmitirme algo que no llego a captar del todo. Estos tres
personajes recortados sobre un lienzo casi blanco me parecen figuras
simbólicas, encarnación de tres etapas de la vida, y el progresivo
desvelamiento de sus rostros (el bebé de espaldas, la niña de perfil, la mujer
en posición frontal) se me antoja la plasmación de un proceso de toma de
conciencia, el que lleva a asumir (a mirar de frente) la profunda pesadumbre de
vivir.
Ninguna reproducción puede hacer
justicia al profundo impacto que causa contemplar al natural el cuadro de
Enrique Simonet titulado Una autopsia. Contribuyen a ello su gran
envergadura, su efectista iluminación y su impecable factura, con una increíble
captación de las texturas del mundo material: los objetos de cristal
traspasados por la claridad de la ventana, el agua en el recipiente sobre la
mesa, el realismo de los instrumentos metálicos. A esto se une el sobrecogedor
contraste entre los dos protagonistas de esta escena oscura y perturbadora, el
hombre y la mujer, el vivo y la muerta, el sabio y el objeto de su estudio. Ambos
personajes avivan de forma inevitable mi imaginación. Me parece así que la
mujer tendida sobre la camilla tiene mucho de la figura de Ofelia llevada por
las aguas, el abandono del cuerpo, la belleza de la melena extendida, la
entrega total al territorio de la muerte. El anciano de planta venerable
concentrado en el corazón que sujeta en la mano me recuerda al sabio Fausto,
indagador de los misterios de la vida. Juntos crean una escena que es a la vez
de un descarnado realismo y de una sugerente capacidad de evocación. Nunca un
cuadro realista tuvo tantos componentes literarios, tantos virajes hacia lo
imaginario, tantos ramalazos de romanticismo.
Entre las esculturas que, en menor
número que las pinturas, encuentran su hueco en la muestra, me quedo con una que
por su reducido tamaño puede pasar fácilmente inadvertida: Pobre vencido, talla
de madera del artista filipino Domingo Teotico y Eugenio. La cartela que la
acompaña da cuenta de la ambigüedad de la pieza, cuyo sentido último se nos
escapa; ignoramos cuál es la naturaleza de la derrota de este personaje de
vestimenta sencilla que mira hacia el suelo con expresión desolada, aunque
quizá en esa misma indefinición radiquen su fuerza y su eficacia. Esa derrota
indeterminada, esa pérdida que no sabemos si es económica, laboral o si entra
en el terreno de los afectos, hace a este personaje atemporal el emblema de
todos los fracasos. Es fácil conmoverse con su gesto de desánimo, es fácil
identificarse con su triste resignación frente a las contrariedades de la vida.
La sencillez del material empleado y la aparente falta de pretensiones la
convierten en ejemplo de la capacidad del arte para captar la emoción con los
medios más sencillos.
La exposición va acompañada por una
interesante documentación fotográfica. En la sala dedicada a la educación,
destaca esta preciosa imagen que muestra los innovadores métodos de enseñanza
puestos en práctica por la Escola Municipal del Bosc de Barcelona. Al aire
libre y rodeadas de vegetación, catorce niñas siguen la clase impartida por la
pedagoga Rosa Sensat, una de las directoras del centro. Ataviadas con sus babis
y primorosamente peinadas, estas jovencitas pertenecientes a una generación de
mujeres cuya educación fue en general descuidada disfrutan del privilegio de
una lección que siguen con una gama de expresiones que van desde el
retraimiento y la modosidad hasta el asombro y la atención más absoluta. Me
encanta observar sus actitudes corporales: las espaldas que se inclinan hacia
adelante, las manos apoyadas sobre la mesa, los cuerpos apiñados de las que no
quieren perderse ni un detalle de la explicación de la maestra. Qué no daría yo
por asomarme a ver lo que contiene la caja que es objeto de tanta atención. Qué
no daría yo, también, por impartir clase bajo los árboles como esta mujer
inmortalizada en el maravilloso gesto de señalar a sus alumnas el camino del
conocimiento.
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