EL DON DE MIRAR
Me pongo a repasar las recientes vacaciones de verano y me viene
una imagen de mí misma haciendo lo impensable. Estoy sentada junto a un río que
atraviesa un bosque. Me he acomodado sobre una roca de la orilla, no demasiado
cómoda, pero que me permite meter los pies en el agua. Es un agua limpia, muy
fría, que despierta una inmediata sensación de cosquilleo al contacto con la
piel. Se diría que un sinfín de hormiguitas diligentes salen de entre mis dedos
y se aventuran por los empeines, ascienden por los tobillos y alcanzan ese
punto de las piernas que ya no está puesto en remojo, para lanzarse de nuevo
cuesta abajo en un periplo sin final. Es agradable el contacto de las patas de
estas hormigas imaginarias. También lo es –mucho— el silencio plagado de
pequeños ruidos que emiten las aguas saltarinas y el viento en las ramas del
bosque. Pero yo no presto demasiada atención porque estoy haciendo, como decía
al principio de estas líneas, algo impensable. He sacado el móvil de la mochila
y me he puesto a repasar correos, mensajería instantánea, redes sociales.
De repente, capto un destello a mi izquierda que me hace levantar
la vista. Llego a tiempo de atisbar a una criatura del color azul más brillante
que he visto nunca en el mundo natural, lanzándose en picado contra la
superficie del río. Lo que viene a continuación sucede muy deprisa: el ruido
del cuerpo al chocar con el agua, la reaparición del ser que emerge de nuevo para
perderse en la espesura. Lo último que capto de él es un batir de alas. Antes
de que el sentido común venga a devaluar ese momento mágico, me doy permiso
para desbarrar y pienso: «Es un hada».
Claro está, es un martín pescador. Así lo afirma mi acompañante
cuando le describo lo que acabo de presenciar. Una parte de mí se resiste a la
explicación zoológica, pero otra parte cree haber visto, en la instantánea
aparición, el brillo de un pez que la criatura portaba consigo al salir del
agua. Como tengo aún el móvil en la mano, decido buscar una imagen del ave en
cuestión. Estoy deseando que Internet me muestre un pájaro de tonos tristes, grises
o amarronados, para que mi ser de color azul radiante, no sé si turquesa,
esmeralda o cian, quede para siempre atesorado en el baúl de mis recuerdos extraordinarios,
a medias realidad, a medias ficción. Pero no ocurre nada de esto, porque al
mirar la pantalla de mi móvil descubro que me he quedado sin cobertura. No
entiendo bien cómo ha sucedido, porque no me he movido ni un milímetro de mi
posición, esa que hace escasos segundos me permitía estar conectada con el
mundo desde un rincón de un bosque asturiano, pero el caso es que mi teléfono
se ha quedado paralizado y mi enlace con el exterior se ha cerrado de un
portazo. Y, sin embargo, tengo la certeza de que esa pantalla muda me envía el
más claro de los mensajes.
Durante un tiempo que no sabría precisar, me dedico a observar
desde mi puesto a orillas del río. Ha sido guardar el móvil desmayado y
descubrir que me faltan ojos, me faltan oídos para captar el maremágnum de
estímulos presentes a mi alrededor. Los insectos han estado ahí todo el tiempo,
pero los descubro ahora: livianos bichos de patas largas que caminan
mágicamente sobre las aguas; elegantes libélulas, de asombroso tamaño, equiparable
al de las aves más pequeñas. Los alisos que bordean la corriente dejan caer
cada cierto tiempo sus hojas muertas, que se alejan río abajo, como pequeñas
embarcaciones, surcando remolinos. Algunas se quedan varadas en una piedra; han
llegado tal vez a su destino. La rama de un árbol de la orilla de enfrente se
agita de pronto como si saludara. Miro con atención y descubro al poco una
ardilla de larga cola que recorre la rama hasta su extremo y se detiene allí,
como si mirara su imagen en el río o como si observara a la intrusa que,
sentada en la otra orilla, la mira a su vez, embobada. Esta acción se repite
tantas veces que pierdo la cuenta y empiezo a pensar que el animalito me está
lanzando un mensaje que no soy capaz de entender. Otras criaturas naturales
rompen la placidez de forma más expeditiva. Son unas aves que vuelan a
velocidad extraordinaria, rasantes sobre el agua. Me parece adivinar en sus caras
el dibujo de una línea negra que les cubre los ojos y les da la apariencia de aviadores
de tiempos pretéritos. Quien no vuelve a hacer acto de presencia es mi
hada-martín pescador. No capto ni rastro de él a pesar de que me mantengo largo
rato inmóvil, con los sentidos alerta, en un esfuerzo máximo de concentración.
Esto que no llega a ser una historia tiene un epílogo previsible y
razonable. Cuando por fin recupero la cobertura, busco la imagen de un martín
pescador e Internet me regala un sinnúmero de fotografías de aves del más
increíble y bello color azul. Era de esperar. Es el triunfo de la realidad que,
al menos en este caso, no me parece prosaica. Ese pájaro que llamó mi atención
lanzándose en picado sobre las aguas me devolvió algo que pierdo con demasiada
frecuencia, el don de mirar. Menudo regalo. Me encantaría hablar su idioma para
poder darle las gracias.
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