MIEDO AL TELÉFONO
Tengo miedo al teléfono. No me animaría a hacer esta confesión, que me incluye directamente en el grupo de los bichos raros, de no ser porque he oído hablar en la radio de un trastorno de ansiedad causado por el temor a recibir llamadas telefónicas. Este miedo irracional tiene incluso un previsible nombre técnico: telefonofobia. En un terreno más liviano, las redes sociales están plagadas de comentarios jocosos y memes (sí, amigos puristas: este término está incluido en el diccionario de la RAE; lo he comprobado) en los que personas de variada condición bromean sobre la incómoda ristra de síntomas que les produce la perspectiva de responder a una llamada. La ilustradora y caricaturista británica Gemma Correll tiene divertidísimas viñetas en las que su personaje, una entrañable joven con gafas que es su alter ego, se ve afectada por temblores y sudores fríos ante la idea de descolgar el teléfono. Y digo descolgar a sabiendas de que hoy en día no se descuelga teléfono alguno. Es una señal de que soy muy antigua y he llegado a realizar literalmente esa acción con terminales tan antiguos como yo. Y eso es lo sorprendente: según he podido leer, la telefonofobia es un fenómeno propio de gente joven. De generaciones que han crecido en medio de nuevos modos de comunicación basados en la palabra escrita y al margen del salto al vacío que supone llevarse un aparato a la oreja y pronunciar para el altavoz una palabra en desuso: Dígame. Y es que mi miedo al teléfono está plagado de matices y recovecos. No se trata solo de la incomodidad que me produce hablar con una persona a la que no veo y cuyos gestos y actitud corporal, básicos en la comunicación, son un enigma para mí; eso apenas llega a la categoría de molestia. El miedo que me inspira el teléfono viene dado por circunstancias añadidas a las de la simple llamada. La mía es una telefonofobia con apellidos.
Empezaré por las llamadas en mitad de la noche. El timbre del teléfono que nos saca de la cama, del sueño apacible, del olvido de los problemas del día, del paréntesis entre sendas carreras de obstáculos. La llamada que pone en marcha el mecanismo de la preocupación, de la angustia, de la salida intempestiva de casa, del trayecto frenético al hospital. No hay ruido más siniestro que el soniquete de un timbre que ha precedido a la comunicación de una mala noticia; recomiendo sustituirlo de inmediato por otro tono de llamada. Aunque me temo que es tarea inútil: seguirá resonando para siempre en nuestra memoria.
También están los números de teléfono desconocidos. Su aparición en la pantalla del terminal coincide con frecuencia con la expectativa de una llamada importante y nos lanza a un mar de incertidumbres. ¿Debo contestar? ¿Lo ignoro y espero a que me dejen un mensaje en el buzón de voz? ¿Y si es la clínica o el taller del coche o el operario del aire acondicionado u otra de las innumerables voces encargadas de comunicarme una anulación o un cambio de cita? ¿Debo contestar y exponerme a la retahíla de ofrecimientos de una improbable compañía de telefonía que me ofrece una inmejorable tarifa, un sinfín de extras, conexión a internet de velocidad supersónica…?
Y por fin están los números de teléfono sospechosos. Este matiz de mi telefonofobia es reciente y ha surgido cuando, guiada por la prudencia y el hartazgo ante el aluvión de llamadas indeseadas, he buscado información en internet sobre algún número desconocido a cuyo reclamo no he respondido. Semejante indagación se convierte con frecuencia en una experiencia kafkiana. Al escribir en el buscador, por ejemplo, las nueve cifras de un teléfono con prefijo 91, aparecen varias páginas plagadas de mensajes amenazadores: denuncias, número no fiable, presunta estafa. ¡Qué satisfacción inicial se experimenta al haber evitado una situación cuando menos incómoda! Pero entonces viene la segunda parte, no tan tranquilizadora. Si se cede a la curiosidad y se leen los testimonios de los denunciantes, es cuando se abre la puerta al desconcierto de vivir. Es posible encontrar las siguientes informaciones sobre el mismo número: centralita que llama al azar para vender algo; ONG dedicada a la protección de la infancia; llamada silenciosa; Cruz Roja captando socios; timo telefónico. Un imaginativo participante, en un delirio creado sin duda a base de series televisivas, aporta su original granito de arena: posible extorsión. A esta mareante multiplicidad se une el tema de la localización. Una página ubica el origen de la llamada en Madrid; otra, en la India.
A mí esta variedad de criterios me produce franca desazón. ¿Es posible que un mismo hecho tenga tantas posibles interpretaciones? ¿Nos estamos deslizando de forma irremediable —o peor: nos hemos deslizado ya— hacia una realidad escurridiza, poliédrica, que cada cual entiende a su manera, en la que no existen asideros ni verdades, en la que vale todo pero en realidad nada vale?
Duda final: ¿es el teléfono lo que me da miedo?
Me temo que padezco telefonofobia y, no, no creo que sea una fobia exclusiva de la juventud...
ResponderEliminarNo eres la primera persona que me lo comenta a raíz de esta entrada. Es una de las ventajas de escribir: verse reflejada en otros, saberse comprendida. Ahora que lo pienso, esas mismas son las ventajas de leer.
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