UNA DE ZOMBIS

De todos los lúgubres personajes que rondaron ayer mi instituto con motivo de la celebración de Halloween ―enlutados portadores de guadañas, ángeles caídos, diablos y diablesas, payasos perversos, clásicos fantasmas ataviados con sábanas, asesinos en serie armados con sierras mecánicas―, los que me produjeron mayor inquietud fueron los zombis. Esta afirmación que acabo de hacer me habría sorprendido a mí misma hace un par de días. Ignoraba el miedo que me inspiran estos retornados de la tumba con el cerebro reducido al nivel de una alimaña. Lo descubrí ayer, cuando de forma inesperada me convertí en protagonista de una escena de película de serie B. 

Bien pensado, la ambientación no desmerecía de la propia del cine de terror. Última hora de la mañana, el instituto silencioso. Se oía a lo lejos el eco de la algarabía procedente del patio: todos los alumnos de secundaria estaban allí, acompañados de sus profesores, aplaudiendo con fervor el desfile de criaturas del Averno que debía zanjarse con la entrega del premio al mejor disfraz colectivo. Caminaba yo por un pasillo desierto de la segunda planta, en dirección a la zona de bachillerato, donde los alumnos mayores ―desventajas del ingreso en la vida adulta― recibían su última clase del día. En esto, vi al extremo del pasillo una masa que se movía con extraña unanimidad. Era un grupo numeroso de alumnos que avanzaba con andares torpes e irregulares. La ropa, de colores grises y terrosos, estaba llena de agujeros y jirones. Los rostros eran grises también, gracias a unos sombríos maquillajes. Los miré asombrada durante unos segundos, antes de darme cuenta de dos cosas. La primera, que se trataba sin duda de un grupo de estudiantes de Artes Escénicas que había decidido hacer una entrada estelar en el patio para impactar a sus compañeros más jóvenes. La segunda, que se dirigían hacia mí. Me puse en funcionamiento de repente. Corrí hacia la puerta más cercana, busqué en mi bolso el llavero, que, como suele ocurrir en toda escena de terror que se precie, tardó en aparecer. A esas alturas, oía ya el clamor del grupo humano increíblemente disciplinado a pesar de la juventud de sus miembros: gruñidos, murmullos sordos, ronquidos. Ni una voz más alta que la otra; era una banda de zombis de un rigor admirable. Distinguí la llave maestra de sus compañeras y la introduje en la cerradura. A esas alturas, lo confieso, sentía algo parecido al miedo: me veía rodeada por aquel implacable grupo de resucitados y la idea me inquietaba sobremanera. Abrí la puerta, que resultó ser la del baño de profesoras, cerré de golpe y me apoyé sobre la madera con todo mi peso. ¿No tenían los zombis una fuerza sorprendente para echar abajo todo tipo de obstáculos que se interpusieran entre ellos y sus presas…? Pasaron quién sabe cuántos minutos. Al otro lado de la puerta, se había hecho un silencio absoluto. Me pareció que estos cazadores de ultratumba no eran seres capaces de disimular, así que abrí la puerta y me asomé al pasillo. No había nadie. Sin duda, el amenazador grupo había descendido por la escalera en dirección al patio. Bajé yo también hasta la planta de entrada, me dirigí hacia una de las puertas del edificio. Cerrada. Recordé de golpe que la conserje encargada de vigilar esa salida no había acudido ese día a trabajar. Tenía, pues, que atravesar aún la cancha de baloncesto para acceder a la otra puerta. Me pareció un hábil giro de guion. ¿Me estaría esperando allí, en los soportales junto al gimnasio, un zombi descolgado de sus compañeros…? Por fortuna, mi rutinaria vida de profesora no incluye sangrientos crímenes en el recinto escolar y me vi al fin en la calle. Suspiré, lo confieso. Tenía además otros motivos de alivio: era el comienzo de un puente. 

No había vuelto a pensar en este episodio hasta que esta mañana me ha sucedido algo en principio intrascendente que ha arrojado sobre él una luz inesperada. Al salir de una tienda, me he dado de frente con un numeroso grupo humano. Eran jóvenes, hombres y mujeres, un grupo de amigos o de compañeros que caminaban de forma despreocupada. No habría habido nada llamativo en ellos de no ser porque todos avanzaban con la mirada fija en las pantallas de sus respectivos móviles. Me di cuenta de que no me veían y, por tanto, me iban a arrollar. El problema era que ocupaban toda la acera y yo no tenía espacio para apartarme, así que procedí a filtrarme entre ellos, poniéndome de perfil, esquivando, colándome por los huecos. Creo que ninguno se fijó en mí, pero tampoco puedo asegurarlo; andaba yo entretenida con mi propia imaginación, que había querido ver en aquella ensimismada pandilla un campo de asteroides frente al cual yo había desplegado mis dotes de navegante espacial. Y, en esto, me acordé de mis jóvenes actores del día anterior y comprendí la razón de mi miedo. Ni los muertos vivientes ni su insaciable hambre de carne humana son la raíz de mi rechazo: me horrorizan los zombis por su condición de grupo ciego e implacable, carente de voluntad individual; por la imparable fuerza que les confiere su cualidad de seres que no piensan ni disienten. Me horrorizan, en definitiva, porque me parecen la trasposición al imaginario del terror de la peligrosa alienación de la masa. 

Me volví hacia el grupo de jóvenes que proseguía su marcha. Se les veía risueños y distendidos, sin prisa alguna por alcanzar su destino, disfrutando de la mañana de sábado desde detrás del parapeto de sus pantallas. Viéndolos alejarse, se me ocurrió que la vida moderna ofrece formas modestas y nada agresivas de transformarse en un zombi.

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