ESPERPENTO

Al alzarse el telón, aparece una escena nocturna. El decorado representa la fachada de un edificio sumido en las sombras. Es alto (siete, ocho pisos) y está sembrado de ventanas con las persianas bajadas. En esto, una se alza y deja ver una silueta humana en el contraluz de la habitación iluminada. Oímos un grito atronador: «¡Putas! ¡Salid de vuestras madrigueras como conejas! ¡Sois unas putas ninfómanaaaas…!» El que así se desgañita continúa su airado discurso hasta que un clamor de voces se une a la suya para lanzar un grito de guerra: «¡Vamos, Ahúja!» En ese momento, las persianas de un buen número de las ventanas circundantes se alzan de golpe con coreográfica unanimidad. Los recuadros encendidos en la noche dejan ver dos, tres o cuatro siluetas cada uno. No hay rostros ni rasgos personales; es una función de sombras chinescas, cuyos protagonistas vociferan como bestias o se mueven con gesticulación de monigotes. Esto, que podría ser el arranque de un esperpento de Valle-Inclán, sucedió hace unos días en un colegio mayor de la Ciudad Universitaria de Madrid. Los espectadores de los telediarios matinales nos desayunamos atónitos con las imágenes. Ignorábamos que era solo la primera escena: el esperpento acababa de comenzar. 

Tras hacerse pública la grabación del peregrino ritual, se desencadena una catarata de declaraciones en los medios de comunicación. Atribuladas unas, avergonzadas otras, indignadas la mayoría. Un responsable del colegio mayor nos pone en antecedentes: es una tradición que los colegiales hagan ruidos animalescos para gastar bromas a las colegialas del establecimiento vecino, que responde a un sonoro y pío nombre de santa. Es decir, que los estudiantes de este exclusivo colegio gestionado por una institución religiosa tienen a bien ladrar, bramar, relinchar, mugir, rebuznar, barritar, graznar y piafar desde sus ventanas, como homenaje a sus vecinas del sexo femenino. Semejante esplendor natural no había llamado demasiado la atención hasta el momento; al parecer, todavía hay una diferencia entre dirigirse a una mujer con ruidos dignos de un ciervo en la berrea y llamarla “puta” o “ninfómana”. 

Las declaraciones de los políticos vienen a dar una nota de color. Las hay de variado signo, como no podía ser de otra manera. Clichés, proclamas, contundentes fórmulas de rechazo. Los de un lado del espectro agitan las pancartas del delito de odio, de la cultura de la violación, de la necesidad urgente de políticas de igualdad. Los del lado contrario hacen piruetas para condenar sin entrar demasiado en cuestiones de género. Una política conservadora pone el punto emotivo al pronunciar palabras de solidaridad con los padres de las colegialas interpeladas de forma tan agreste. Desparpajado y vocinglero, el líder de la ultraderecha da un golpe sobre la mesa: se trata de la necedad de unos colegiales inmaduros puestos de alcohol hasta las cejas y no hay debate más allá (en realidad, con personajes como él nunca hay debate). A mí me parece que estos políticos que se desviven por dar a la prensa el titular más expresivo sin inquietar a sus respectivos votantes están también colocados en recuadros iluminados, igual que los colegiales, gesticulando como muñecos en un tablado de guiñol. Diríase que alguno de ellos agita incluso una porra, como el bueno de Cristobita, el más ancestral de los títeres de cachiporra. 

La escena se traslada al colegio femenino y llega el momento ―para mí― más inquietante de esta historia. Junto a declaraciones de hartura e indignación, aparecen en los medios imágenes y voces de colegialas que quitan hierro al suceso y manifiestan no sentirse ofendidas. «Que nos griten “Mónicas, putas” es un clásico», explica alguna, con candorosa explicitud. (Aclararé, por si alguno tiene la suerte de haber permanecido al margen de este acontecimiento durante los últimos días, que Santa Mónica es el nombre del colegio femenino, mientras que el masculino debe el suyo al filántropo gaditano Elías Ahúja. Cabe elucubrar lo que pensarían la santa, madre de San Agustín, y el avispado comerciante que hizo fortuna en América, sobre este visceral intercambio entre los estudiantes agrupados bajo sus respectivas advocaciones). 

A esta alturas de la obra, echo de menos con todas mis fuerzas al gran Ramón del Valle-Inclán, que sin duda crearía una farsa poderosa con estos hilos argumentales. Me atrevo a añadir de mi cosecha dos escenas que no han trascendido ―ni trascenderán― a los medios. Una es la estupefacta contemplación del vídeo por parte de padres y madres de los inquilinos del Elías Ahúja, intentando identificar a sus hijos (o temiendo hacerlo) entre las siluetas gesticulantes asomadas a las ventanas. Otra es lo sucedido mientras tanto en las habitaciones que permanecieron con las persianas bajadas durante todo el suceso. ¿Habría detrás de ellas colegiales avergonzados, que se negaron a participar del bárbaro regocijo general…? Es mi única esperanza.

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