UNA LIBRETA VIEJA (II): LA BIBLIOTECA DEL DESIERTO

Un cuadernillo con las cubiertas combadas de tanto viajar en el fondo de mi bolso me ha recordado un cuadro que conocí hace algo menos de tres años, cuando visité la exposición sobre Fra Angelico que se organizó en el Museo del Prado con motivo de la presentación en sociedad de su recién restaurada Anunciación. En su momento escribí en este blog sobre dicha muestra, en concreto sobre la intensa emoción que me produjo el reencuentro con uno de los cuadros que marcó mi infancia, renovado y con sus delicados colores en todo su esplendor. Ojalá se pudiera hacer lo mismo con la infancia y sus recuerdos, que con los años van adquiriendo la triste indeterminación de las fotos en color guardadas hace décadas en un cajón o en un álbum que ya nadie abre. 

Uno de los cuadros que quedó eclipsado por el reencuentro que acabo de mencionar es una tabla alargada, con un formato ideal para su propósito, que no es otro que el de mostrar distintas escenas relacionadas con los anacoretas que en el siglo IV abandonaron las ciudades romanas para llevar una vida de apartamiento. Se titula Historias de los padres del desierto y su emplazamiento original está en la Galería de los Uffizzi, donde no recuerdo haberlo visto nunca. Cuando me encontré con él en el Museo del Prado, en cambio, le dediqué mi atención durante un buen rato. Se trata de un cuadro de tonalidades oscuras, con una profusión tal de figuras que resultaba fácil no encontrar dónde fijarse y abandonarlo a favor de cualquiera de las luminosas Madonnas que lo rodeaban. Eso hicieron, de hecho, los visitantes que pululaban por la sala mientras yo estaba detenida frente a esta obra poco vistosa que me causó, sin embargo, un enorme regocijo. 

El desierto al que alude el título es más un símbolo de la vida dura y apartada de los ermitaños que un término que deba ser interpretado en su sentido literal. Porque el desierto de Fra Angelico se aleja por completo de la imagen mental que todos tenemos al respecto: está atravesado por abruptas formaciones rocosas, tiene setos, árboles y un huerto, e incluso está rodeado por un río de aguas verdes. Pero mucho más sorprendente es comprobar que ese desierto está poblado por un sinfín de figurillas entregadas a actividades variadas, en solitario o en grupo. El espacio simbólico creado por el pintor sirve de escenario para personajes e historias distintas, que sucedieron en lugares distantes entre sí, pero que en esta plasmación simultánea crean una encantadora y candorosa sensación de alegría y abigarramiento. Yo pasé un rato delicioso identificando las acciones de estos eremitas entrañables: el que observa el entorno desde el interior de su gruta, el que se santigua al salir al mundo exterior, el que lava los pies a un anciano en un acto de humildad, el que atiende a un viajero desde una especie de pequeño confesonario, el que pesca o trabaja en el huerto, el que afronta la tentación encarnada en dos bellas jóvenes vestidas de rojo, el que viaja a lomos de un ciervo o un guepardo, el que se enfrenta (quiero creer que amistosamente) a la presencia de un oso, el que recibe la visita de un ángel. Uno de los más divertidos en su ingenuidad es el que hace descender una cesta por medio de una polea desde lo alto de un risco, sin duda para acceder a alimentos evitando el contacto humano, cosa harto complicada en este desierto superpoblado. El más intrigante es el que viaja en una barca en compañía de unas sombrías figuras diablescas, encarnación de los pecados que se esfuerza en vencer. 

Pero lo que más me atrae de este cuadro, lo que hace que esté escribiendo estas líneas, es la abundancia que hay en él de personajes inmersos en la lectura. Comprendo que los libros que aparecen por doquier son de carácter religioso y pretenden plasmar la piedad de los habitantes de este singular desierto, pero me tomo la libertad de apartarme del rigor histórico para imaginar a todos estos ermitaños lanzándose a una vida de autoexigencia con la sola compañía de los libros. Porque estos anacoretas de Fra Angelico leen en todas las actitudes y circunstancias, a solas, en parejas o en grupo, mientras viajan en carros o angarillas, mientras meditan en soledad o departen con un compañero, cuando despiden a un difunto: es una auténtica biblioteca del desierto. Mi favorito es un anciano que surca las aguas del río encajado en una barca diminuta, encorvado sobre un libro. El artista ha hecho material el viento que impulsa la vela a través de una cabeza que sopla con energía, con la melena revuelta. Este lector solitario ha encontrado un pequeño espacio de intimidad en tan concurrido paraje y navega absorto en su lectura. Me gusta imaginar que es la cabeza de cuya imaginación han surgido todas las demás escenas de este microcosmos en el que se compendian tan variados aspectos de la existencia, el trabajo y el esfuerzo, la amistad con las criaturas, humanas o no, la fe y las dudas, el trabajo manual y el de la mente, la vida y la muerte; todo ello emanando de las páginas de un pequeño libro que convierte a quien se sume en él, mientras dura la lectura, en el más poderoso de los seres vivos.

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