LECTURAS DE FEBRERO (2022)

Desde un punto indeterminado de su madurez, un hombre evoca la noche que pasó con una compañera de trabajo cuando aún no había alcanzado la veintena. Esta joven, a la que no volvería a ver, le dejó para siempre el recuerdo de las tankas, poemas tradicionales japoneses, de las que era autora. Esta es la historia que cuenta Áspera piedra, fría almohada, relato que abre lo último de Haruki Murakami, el libro de cuentos Primera persona del singular. Uno de los poemas de esta joven de presencia fugaz comienza así: «¿Qué sucederá? / ¿Volveremos a vernos? / Nada está escrito». Y ese es precisamente uno de los hilos que atraviesan las sucesivas historias que componen el libro: los encuentros casuales, las relaciones que se desvanecen, los recuerdos teñidos de melancolía y de desconcierto, la sensación de que lo importante de la vida no está en los grandes acontecimientos, sino en sucesos mínimos que, de forma inexplicable, se vuelven trascendentales en el recuerdo. Sugerente e indefinido como siempre, tierno y distante a la vez, Murakami nos va presentando a una serie de protagonistas que parecen ser el mismo (y, más aún, parecen ser trasuntos del autor), que evocan extrañas anécdotas de juventud que no llegaron a explicarse, que persiguen por las tiendas de discos vinilos inexistentes en los que parece albergarse el sentido de la existencia, que fundan amistades en la actividad de comparar versiones de una determinada pieza musical especialmente amada o sienten que un encuentro instantáneo en un pasillo de un instituto tiene más peso que el resto de relaciones que se entablan con posterioridad. Gente que se asoma en vidas ajenas y desaparece, dejando un recuerdo de una intensidad desproporcionada, o gente desconocida que aparece y produce la inquietante sensación de ser alguien importante a quien no se consigue recordar. Todo ello, unido por esa primera persona del singular que da título al libro y que deja al lector la impresión de que Murakami está contando sucesos que le han sucedido realmente. O tal vez solo en su imaginación, lo cual, a estas alturas de mi relación con este escritor, viene a parecerme lo mismo. 

«Un niño baja unas escaleras. Es un tramo angosto que se revuelve sobre sí mismo. El niño avanza lentamente, deslizando la espalda por la pared, con un golpe seco de bota en cada escalón». Así, a la altura de un niño de once años, desciende el lector esta escalera que le conduce a la planta baja de una vivienda de la Inglaterra de finales del siglo XVI. Este pequeño ―el Hamnet que da nombre a la novela― tiene dos problemas: su hermana melliza está enferma y su madre se encuentra ausente. Resuelto y preocupado, recorre la casa familiar sin encontrar a nadie más que al abuelo, figura terrible a quien no es capaz de contar lo que sucede, y sale después a la calle en busca de algún adulto que le ayude. De esta forma el lector es literalmente arrastrado (“físicamente” arrastrado, me atrevería a decir) a un mundo perdido, de cielos límpidos y suelos embarrados, de calles transitadas por pacientes equinos que tiran de su carga humana o material, de cómicos callejeros, de largas conversaciones en el mercado, de una naturaleza que aguarda a la vuelta misma de la esquina y también de una enfermedad terrible que acecha dentro de la población: la peste. Maggie O’Farrell opera el milagro de trasladarnos a otra época, pero no lo hace describiendo sus detalles como quien pone un telón pintado frente al lector, sino haciendo que nos sumerjamos en ella a través de los sentidos. La experiencia es tan vívida que, al terminar la novela, uno juraría haber vivido una temporada en el Stratford isabelino. Tomando como base un episodio de la vida de William Shakespeare, la temprana muerte de uno de sus hijos, esta escritora delicada y de expresiva prosa realiza una honda reflexión sobre la pérdida y el luto, sobre el poder destructor de la pena y también sobre la capacidad de algunos seres humanos de transmutar el dolor en arte. Hamnet ha sido para mí una de las experiencias de lectura más gratificantes de los últimos tiempos. Sobrevolando los terrenos de lo histórico y lo contemporáneo, profundamente real pero a la vez impregnada de magia, esta emocionante trama familiar me ha permitido viajar a una época y un ambiente que me son especialmente queridos y, a la vez, me ha hecho bucear en mi interior. Como solo puede suceder en una gran obra literaria, esta novela de Maggie O’Farrell me ha llevado muy lejos para encontrarme conmigo misma.

«Nuestro paisaje es uno de esos enigmas que atraen a la gente, aunque al final nadie entiende absolutamente nada. Está lleno de desolación, consuelo y misterio, y todavía no le ha contado a nadie su secreto». Así describe la protagonista de Segunda casa de Rachel Cusk el hermoso panorama de la marisma que se extiende frente a su hogar. Y esta descripción sería también aplicable a la escritura de la propia novelista, creadora de magnéticas atmósferas a las que me es imposible sustraerme y por las que deambulo con una mezcla de deslumbramiento y desconcierto. He subrayado hasta la extenuación este libro breve e intenso, lleno de pasajes sugerentes, pero cuyo sentido global juega a escaparse de mí, como un cuadro demasiado grande para ser apreciado en su conjunto, o tal vez demasiado pequeño para que mi vista aprecie los detalles que dan la clave de su comprensión. Cusk parte del clásico planteamiento ―que he comentado hace poco en referencia a Los extraños de Jon Bilbao― de los desconocidos que irrumpen en la cotidianeidad de los protagonistas y la hacen resquebrajarse. Los visitantes son en esta ocasión un artista consagrado y su joven acompañante; los anfitriones, una pareja madura que vive una plácida relación en el apartamiento de la naturaleza. La idea de la mujer de invitar a instalarse una temporada en su pequeña casa de invitados a un pintor al que admira (y cuya obra la llevó a replantearse su vida en un momento muy delicado) es el detonante de un tortuoso proceso de revisión de su propio interior y de reordenación de sus relaciones familiares. Asomarse a la intimidad de esta mujer en plena crisis personal da la oportunidad al lector de sentirse a veces reconocido y a veces extrañado, de experimentar la proximidad de lo afín pero también la insalvable lejanía de lo ajeno. Como si contemplara un paisaje de contornos imprecisos y tonalidades cambiantes. Como esa marisma por la que pasea a diario la protagonista de la historia, y que nunca parece ser el mismo sitio.

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