CORRECCIONES
La mesa está cubierta de folios cuidadosamente dispuestos en
montones. Ha pasado un tiempo indeterminado desde que me senté frente a ella. Me
asalta una inquietud que me recuerda a la de mis alumnos más jóvenes: las
piernas se me mueven solas, alzo la mirada una y otra vez como si algún
estímulo invisible me requiriera desde rincones variados de la habitación. Comprendo
más que nunca la sensación de encierro de ciertos colegiales.
En esto, pienso que el móvil, que he colocado boca abajo,
alberga sin duda algún aviso fascinante por el que merece la pena interrumpir
mi tarea. Pero no: se impone el sentido del deber y dejo que el aparato
continúe castigado con la cara pegada contra el tablero. Me animo, creo que en
voz alta: «Venga, cinco más. Siete, si puedo. ¿Diez? No sé si seré capaz…
¿Cuántos me quedan todavía?» Suelto el bolígrafo rojo que parece ya formar
parte de mi mano y tomo un pertinaz montón de folios que, en mi apreciación, no
ha decrecido un ápice en la última media hora. Les paso revista deslizando el
dedo índice por su esquina superior derecha. Veinte. Cifra fatídica. Son los
exámenes que quedan por corregir del primero de mis grupos. Los de los otros
grupos aguardan, impávidos y ordenados, en gruesos montones por los que todavía
no he empezado mi peregrinación.
Suspiro. Me dejo llevar por la autocompasión: no hay tarea
más aburrida que esta de corregir exámenes. Aún más: si lo llego a saber, no me
dedico a la enseñanza. Y ya en el culmen del victimismo: a estas horas de un
sábado, todos mis amigos y conocidos sin excepción estarán disfrutando de una
feliz tarde de asueto. Vuelvo a esgrimir el bolígrafo rojo, despliego frente a
mí la doble página del siguiente de los exámenes. Me enfrento a la enésima
versión de un tema de literatura. Entonces me encuentro esta frase que cambia
de signo mi tarde: «La generación del 27 es un grupo de jóvenes poetas que
se reúnen en Sevilla para celebrar la llegada de Góngora».
Me quedo un tanto alelada, la releo varias veces. No cabe la
posibilidad de achacar el brutal anacronismo a una mala interpretación por mi
parte: la letra es de una claridad absoluta. Reacciono al fin y subrayo el
descabellado error con una línea roja: la llegada de Góngora. Para más
claridad, lo flanqueo de sendos signos de interrogación: ¿la llegada de
Góngora…? Sigo pensativa. Mi imaginación echa a volar. Veo a los autores
del 27, trajeados y elegantes a la moda de los años veinte, alineados en el
muelle, esperando la llegada de un barco que surca las aguas del Guadalquivir
trayendo consigo a un insigne viajero, el gran culterano, don Luis de Góngora. En
mi imaginación, Alberti se atusa el pelo revuelto por la brisa de diciembre y
Lorca se coloca la mano sobre los ojos para otear el horizonte con su sonrisa
franca de niño. Por fin aparece el barco y Góngora viene, como no podía ser
menos, en la proa. Vestido de negro, grave y clerical. Lleva muerto tres
siglos, pero su prestancia ha permanecido incólume. Jorge Guillén y Gerardo
Diego aplauden, llevados por la más profunda admiración. Dámaso Alonso observa
el desembarco emocionado, desde detrás de sus gafas de estudioso. A partir de
ahora, la célebre fotografía que aparece en todos los libros de texto tendrá un
miembro más. En el centro de la imagen, rodeado por las promesas literarias de
la época y los señores ateneístas, se verá la figura imponente del poeta
barroco, vestido con su austero hábito, con el rostro torvo y de perfil de
águila del que tan despiadadamente se burló Quevedo. Por alguna razón, no
consigo enfadarme por el batiburrillo histórico que ha montado este alumno
despistado. Me parece hermosa la idea de los poetas de siglos diferentes
habitando un tiempo distinto al del resto de los mortales, superando a la
poderosa muerte, unidos por la fuerza de la palabra.
Vuelvo de mi ensoñación y aterrizo en el tema que estoy
corrigiendo. Compruebo que está compuesto por un número exiguo de líneas.
Apenas un par de características de la generación y, como remate, la siguiente
afirmación: «El grupo se dispersa cuando Góngora es asesinado». Procedo
a señalar este nuevo disparate. Góngora, asesinado en el 36. Una firme línea
roja, signos de interrogación. Sería muy fácil indicarle a este alumno que se
ha confundido a Góngora con Lorca, pero no lo hago. A lo mejor la equivocación
encubre una verdad casual pero no por ello menos valiosa. La guerra civil,
destrozándolo todo. La belleza, las palabras, las voces de los vivos y de los
muertos. Por un instante, me parece que este examen que jamás pasaría el filtro
del aprobado contiene una peculiar sabiduría.
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