LOS CUADROS DE ENERO (2020)

Unos días atrás, curioseando entre los recuerdos de mi viaje a Budapest de hace año y medio, me encontré con la entrada de la Galería Nacional Húngara. En ella se reproducen tres obras que allí se exhiben, entre ellas esta Peregrinación al cedro del Líbano de Tivadar Kosztka Csontváry. No recuerdo haber visto este cuadro cuando hice mi visita; estoy casi segura de que alguna omisión en mi recorrido (o, quizá, el hecho de que se encontrara en préstamo en algún otro museo) pospuso hasta ahora mi encuentro con él. Y digo que estoy casi segura porque, sin duda, esta imagen habría llamado poderosamente mi atención. Hay algo para mí hipnótico en la preciosa silueta del árbol, en la intensidad del color verde recortado sobre el poderoso azul del cielo, en el carácter irreal del paisaje de tierra roja que desemboca en el horizonte en unas montañas de un blanco sobrenatural. Es, sin duda, un escenario en el que sucede algo extraordinario. Cuando conseguí sustraerme a su embrujo, pude observar las figuras menudas, resueltas con ingenuidad infantil, que representan a los sujetos de la peregrinación mencionada en el título. No es una peregrinación cualquiera: junto a los personajes que acuden sobre sus monturas aparece una cadena de misteriosas mujeres vestidas de blanco, que bailan enlazadas de la mano al son de las notas que toca un diminuto flautista. Es un mundo primitivo, sencillo, lleno de encanto. Esta imagen de adoración al cedro sagrado es, según leo, icónica para el pueblo húngaro. Su autor, Tivadar Kosztka Csontváry, abandonó al parecer su trabajo como farmacéutico para dedicarse al arte. Es inevitable pensar en Henri Rousseau, creador también de mundos mágicos e ingenuos, que le permitían volar más allá de la rutina de su trabajo como aduanero.
 
Llevaba tiempo pensando en traer a esta sección una de las maravillosas cartas del tarot diseñado por Salvador Dalí. Me ha costado elegir entre su repertorio de sugerentes imágenes; me he decantado al fin por la que se corresponde con el arcano mayor número dieciocho, La luna. He de decir que el tarot ejerce sobre mí una atracción muy poderosa ya en sus versiones más arcaicas. Es fácil verse reflejado en sus ilustraciones, en las que se plasman nuestras pulsiones más profundas, los prototipos de comportamiento humano, nuestros deseos y temores: todo está contenido, en definitiva, en esta baraja de origen enigmático. Con su poderoso mundo visual y su imaginación onírica, Dalí es el artista ideal para darle una nueva vuelta de tuerca a esta colección de sabiduría ancestral. Los elementos tradicionales de la iconografía de este arcano están presentes en esta audaz revisión: las torres se han transformado en emblemáticos rascacielos de Nueva York y, en una curiosa divergencia, los perros que ladran a la luna quedan reducidos a dos figuras diminutas, perdidas en la inmensidad, mientras que el cangrejo que en la carta original acechaba bajo el agua desborda los límites de esta para convertirse en una figura descomunal y amenazadora. Lo nocturno, lo acuático, lo secreto y lo prohibido siguen estando aquí, en una imagen que aúna lo antiguo y lo nuevo para reflejar con eficacia los rincones ocultos de nuestro inconsciente.

 
El domingo pasado, visitando la exposición del Museo Thyssen Los impresionistas y la fotografía, sentí que este cuadro me llamaba desde su puesto en la pared. Su singular claridad, que ninguna reproducción de las que he encontrado recoge del todo, fue para mí como un reclamo luminoso. Es una claridad que parece emanar no tanto de la luz que baña la escena como del interior de las propias figuras, de las formas y las texturas, de las pinceladas que se suman para crear este retrato a tres. Una vez estuve cerca, encontré un segundo motivo de interés en la actitud de los protagonistas, abstraído cada uno en sus pensamientos, lanzando miradas de trayectorias divergentes, perdida una en el propio interior, dirigida otra a un punto indeterminado en la distancia o clavada la última en nosotros. Estos personajes comparten espacio pero parecen estar muy lejos unos de otros, son tres mundos contiguos pero inconexos, una metáfora de la soledad. La autora de este sugerente y melancólico cuadro, titulado En la terraza en Sèvres, es Marie Bracquemond, una pintora de gran talento que se vio relegada entre sus compañeros de movimiento por su condición femenina ―una más―, a lo que se unió, al parecer, al recelo de su esposo, un artista de renombre, que la llevó a abandonar los pinceles. Me gusta ver en la figura de la izquierda, esa dama velada que nos observa con mirada inquisitiva, un trasunto de la autora, dotada de una percepción aguda y sensible, que quedó oculta, como en tantos otros casos, por el hecho de ser mujer. He de decir que, como hermoso desquite de la posteridad, durante el rato que estuve detenida admirando este cuadro, varias personas se pararon a mi lado y lanzaron similares exclamaciones admirativas. No registré semejante unanimidad frente a ninguna otra obra de la exposición. Ojalá Marie Bracquemond hubiera estado allí para oírlas.

Hoy hace cien años de la muerte de Amadeo Modigliani. Me entero escuchando las noticias matutinas con las que siempre acompaño el desayuno y de inmediato decido que él va a ser el protagonista semanal de esta sección. Es todo un alivio: cuando tengo mucho trabajo, me cuesta encontrar un cuadro para comentar y son una gran ayuda las propuestas de amigos y lectores, los nombres anotados en mi cuaderno durante visitas a exposiciones, las noticias que ―sorprendentemente― se dignan hablar de arte. El siguiente problema ha sido elegir una obra. Me he paseado durante un buen rato entre los rostros alargados tan característicos de este artista sin saber por cuál decidirme hasta que he sentido la llamada de esta figura conmovedora. Se trata del retrato titulado, de forma muy descriptiva, Joven sentado, las manos cruzadas sobre las rodillas. Y me ha llamado literalmente. Con su sencillez, su aire de muchacho humilde, su postura modesta, de persona nada acostumbrada a ser el centro de atención. Puedo imaginar a Modigliani eligiendo como fuente de inspiración al primer chaval al que encontró en el rellano de su escalera, colocándolo frente a una humilde pared de madera y dándole instrucciones que el crío escuchó con mirada atenta y una expresión a medio camino entre la timidez y el desconcierto. La imagen resultante está pasada por el peculiar tamiz del artista, pero tras su personal reelaboración podemos adivinar la frescura e inocencia del modelo, la espontaneidad del niño que se resiste a ser transformado del todo por tan sorprendente percepción de la realidad. Leo que este cuadro encantador fue subastado hace unos meses en Sotheby’s por una cantidad mareante de euros. Curiosas alianzas de la historia del arte: el candor y la marginalidad originales, la mercantilización de la posteridad.

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