EL TIEMPO DE LA GARZA

En mi viaje a Ámsterdam del pasado agosto tuve ocasión de presenciar una escena que me dijo mucho de los derroteros por los que discurre la vida moderna.

Estaba paseando por uno de los hermosos parques de la ciudad, el que responde al nombre de Oosterpark, que traducido al castellano da la denominación, tan familiar para un habitante de Madrid, de Parque del Oeste. Había llovido hacía poco (cosa nada singular, porque en Ámsterdam casi siempre ha llovido hace poco) y los senderos eran un prodigio de frescor, acrecentado por la presencia del estanque que preside el enclave. En esto, un ave salió de la vegetación y echó a andar junto al camino. Era una garza (más concretamente, una garza real, según he averiguado después), cuyo objetivo, como buena ave acuática, era el de alcanzar la orilla más cercana del estanque. Mi acompañante y yo la observamos con atención. El hecho de encontrarnos una garza en un parque urbano nos resultaba sumamente exótico. El ave no estaba demasiado conforme con la atención que había despertado y avanzaba recelosa, deteniendo cada cierto tiempo sus largas patas para observarnos con prevención. En seguida entró en juego el siguiente elemento consustancial al turista: la fotografía. Durante un buen rato avanzamos en paralelo al trayecto del ave, con cuidado de no asustarla, intentando obtener la mejor instantánea posible de ella. Nunca he admirado más a los fotógrafos de naturaleza; me resultó muy complicado captar a aquel animal tan bello, que salía torcido, tieso o encogido, siempre en una posición que desmerecía de sus elegantes líneas.

En un momento de esta azarosa sesión fotográfica, entraron en escena los últimos participantes en esta historia. Se trataba de una pareja, un chico y una chica que rondarían la veintena y que charlaban animadamente. A juzgar por la veloz indiferencia con la que recorrían el sendero del parque, eran dos habitantes de la ciudad acostumbrados a encontrarse en semejante escenario. Aun así, la presencia de la garza debió de resultarles cuando menos curiosa, porque el chico sacó su móvil y, sin aminorar siquiera el paso, le hizo una foto al pasar. Desapareció casi de inmediato tras un recodo del camino, sin mirar hacia atrás, flanqueado por su veloz compañera.

A mí me llevó un buen rato conseguir una imagen que le hiciera una mínima justicia a esta ave ceremoniosa, que lo mismo se movía con repentina brusquedad que se mantenía inmóvil, pendiente de un estímulo que a mí, pobre humana, se me escapaba. La retraté desde todos los ángulos, caminando por la hierba, detenida frente al agua, sola y acompañada por otras aves, en poses en general poco favorecedoras. Acompaña a estas líneas una de las imágenes que salvo de la quema, en la que el largo cuello de la modelo dibuja un signo de interrogación. En cualquier caso, guardo un grato recuerdo de aquel camino que recorrí escoltando a tan singular compañera. Me acuerdo del muchacho que sació su curiosidad con una imagen captada al vuelo y me pregunto cuántos ―y no solo de su generación― habrían procedido con idéntica celeridad. Me viene entonces a la memoria la leyenda medieval del fraile al que el canto de un pájaro sumió en una maravillosa ensoñación que duró trescientos años. El tiempo de la garza, qué duda cabe, no corre a la misma velocidad para todos.

Comentarios

  1. Bellisimo el relato y reconozco que cada día escribes mejor, recoges y limitas el tiempo y lo detienes y además me introduces en el retrato como un personaje del cuadro .LO volveré a leer porque creo que merece una segunda lectura a una hora en la que esté más vespertino.

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  2. Me alegro de que te guste esta entrada y me anima tu opinión sobre el progreso de mi escritura. Son muchas horas de entrenamiento..., aunque no tantas como me gustaría (como bien sabes, empiezo a pensar con ilusión en el día en que me jubile y me pueda dedicar más a fondo a la literatura). Gracias por estar siempre ahí.

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