LECTURAS DEL PASADO VERANO (2019)

Como en los cuentos de hadas clásicos, la familia protagonista de esta historia vive en una casa apartada junto al bosque. Las dos hijas mayores deben ir al pueblo a hacer un encargo (¿qué no habrá ocurrido en esos desplazamientos a pie de los héroes y heroínas de nuestra infancia?) y se encuentran junto al camino a una extraña muchacha que les hace una propuesta: les enseñará su mágico secreto si las niñas hacen algo a cambio. Es aquí donde empieza la deriva oscura y perturbadora de este relato de la novelista victoriana Lucy Clifford, ya que lo que la desconocida les propone a las hermanas es que sean malas. A partir de ese punto, el lector asiste con inquietud a los desesperados esfuerzos de dos criaturas bondadosas por adentrarse en los terrenos de la maldad, hasta que su madre les hace una advertencia: si no vuelven a ser las mismas de antes, tendrá que marcharse para siempre y dejarlas al cuidado de su “nueva madre”. Este es el inquietante planteamiento de un relato que se puede interpretar al pie de la letra, con la asombrada intriga con que recibíamos los cuentos de nuestra niñez, o en una clave simbólica que se abre a territorios profundos y que nos producen desazón. La nueva madre habla del final de la infancia, de la búsqueda del propio lugar en el mundo, de la rebelión frente a los progenitores y, sobre todo, del desamparo que nos acompaña durante el resto de nuestras vidas cuando descubrimos que nuestros padres no son perfectos ni van a estar siempre ahí para protegernos.

Mi último descubrimiento en el terreno de la novela negra se llama Zygmunt Miloszevski. Di con él por casualidad cuando curioseaba entre los fondos de la biblioteca digital que a día de hoy es mi principal suministradora de lecturas. El caso Telak, primera novela de la trilogía protagonizada por el fiscal Teodor Szacki, tiene un punto de partida prometedor: un crimen cometido en el sugerente entorno de un antiguo monasterio, en el curso de una terapia de constelaciones familiares. Dicha terapia es de por sí lo bastante inquietante como para suponer un importante foco de atención. Las turbias relaciones entre parientes, los dolores insoportables que solo nos pueden causar lo más allegados, los rencores que no se atenúan con el paso del tiempo y las consiguientes venganzas, forman el telón de fondo de esta trama policiaca en la que el lector se adentra en una Varsovia sumida en la crisis, asolada por la criminalidad y por la precaria situación de los que, como el investigador protagonista, luchan con más ingenio y buena disposición que medios materiales. El fiscal Teodor Szacki, tan astuto y eficaz en su faceta profesional como perdido en su vida personal,  es todo un personaje. Conocerlo es uno de los muchos atractivos de esta novela que, como las grandes de su género, ahonda en la condición humana y en los entresijos de la sociedad que le sirve de marco.

Iba a empezar diciendo que este es el libro más triste de los que he leído de Sándor Márai. Rectifico: es el libro más triste que he leído nunca. Soy consciente de lo fácil que resulta que afirmaciones tajantes de este tipo demuestren su inconsistencia al poco tiempo de ser formuladas, cuando se sigue leyendo y se encuentra otro libro que viene a ocupar el puesto del anteriormente proclamado como el más triste, el más divertido, el más sugerente, el mejor escrito, etc. Pero no me parece posible que este sea el caso, porque en realidad ―maticemos― no estoy hablando del grado de tristeza, sino del tipo de tristeza que me ha producido esta lectura. La herencia de Eszter habla del más incómodo y más difícil de asumir de los sufrimientos: el que nos causamos a nosotros mismos. De hecho, por lo que he podido sondear entre otros lectores, la historia de autodestrucción de la protagonista es casi imposible de digerir y se topa con la incomprensión de los que ven muy fácil ―casi inevitable― que el curso de los acontecimientos narrados por el autor hubiera ido en otro sentido. Pero el regreso después de veinte años de Lajos, el seductor egoísta y carente de escrúpulos que abandonó a Eszter para casarse con su hermana, sirve de punto de partida a Márai para hablar de las grandes pasiones que nos atrapan y que escapan al análisis de la razón, de las historias no terminadas que tarde o temprano se reanudan para llevar a efecto todo su poder destructor. Y de cómo les abrimos la puerta sin dudar, en el más absoluto ―y triste― acto de renuncia a nosotros mismos.

Las Maniobras de evasión que dan título a esta recopilación de textos del argentino Pedro Mairal son el conjunto de excusas, pretextos y subterfugios de los que se vale un escritor para justificarse ante sí mismo (y ante los demás) cuando no tiene entre manos una novela. Son textos difundidos en distintos medios que aparecen ahora publicados con ese sentido unitario: el de suavizar el tránsito entre un éxito editorial como fue La uruguaya y la aparición de la siguiente novela. Un periodo sin duda espinoso, en el que prima el temor de no poder estar a la altura de las expectativas de los lectores, y que Mairal afronta con su proverbial sentido del humor, que no encubre del todo sus sentimientos de dispersión y angustia. Como todos los textos en los que la personalidad del autor está presente sin el filtro de los personajes, estas Maniobras de evasión ahondan en territorios que el lector puede recibir con pudor o rechazo. Reconozco que me incomodan los escritos que revelan detalles de la vida íntima de sus creadores, como sus actividades amatorias, aunque es cierto que Mairal da cuenta de ellos con una ironía nada complaciente que consigue siempre provocar la sonrisa del lector. Por otra parte, el libro presenta algunos textos excepcionales, llenos de sensibilidad, en los que la escritura fácil y verbosa de este autor alcanza cotas muy elevadas. Me quedo con tres: Tocar a Gimena, deliciosa descripción de un encuentro entre un Mairal adolescente y una compañera durante un viaje en autobús; Adiós, señora Ana, emocionante homenaje a la madre del escritor, una mujer extraordinaria que en sus últimos años fue perdiendo el don de la palabra, y Apago el motor, chispazo poético dedicado al hijo dormido en el coche, al que un Mairal recién divorciado se dispone a depositar en casa de su exmujer.

El novelista italiano Italo Svevo se dedicó con empeño a un negocio familiar que le restaba concentración a la hora de escribir. Esta dificultad, unida a la escasa repercusión alcanzada por las obras escritas por él hasta la fecha, hizo que aparcara durante largo tiempo su carrera literaria. Necesitado de aprender inglés debido a la expansión de su red comercial en el extranjero, contrató a un profesor particular, un joven irlandés que vivía de una forma muy austera, consagrado a una labor que le apasionaba y que se negaba a abandonar por motivos económicos. Se trata de una preciosa carambola del destino: ese joven dispuesto a todo con tal de no traicionar su vocación era el aún desconocido James Joyce. Confluyen así dos posturas contrapuestas, la del que aplaza su escritura por cuestiones laborales y la del artista irreductible que no le teme a las penalidades. Esta es una de las muchas historias que expone la escritora y profesora Daria Galateria en el libro que lleva el ambiguo y divertido título de Trabajos forzados. Por sus páginas densas, fruto de una impresionante documentación, desfilan los casos más variados: la dureza de la vida de Gorki, condenado a trabajar desde la infancia; la increíble actividad física y aventurera de Jack London; Boris Vian y su amor al jazz y a la noche; el duro aprendizaje de las desigualdades étnicas y sociales de George Orwell durante su servicio en la policía birmana; la labor callada en el ámbito de los seguros de Franz Kafka, sensible a las necesidades de los menos afortunados; el inefable Charles Bukowski y sus veleidades con el servicio de correos; la archiconocida pasión de Saint-Exupéry por el arte de volar. Trabajos y circunstancias muy dispares, unidos por el eterno y desafortunado contrasentido del escritor: el amor a las letras y la imposibilidad de ganarse la vida con ellas.

En la catedral de la hermosa localidad polaca de Sandomierz, se exhibe un cuadro del siglo XVII con un tema inaudito: los crueles asesinatos rituales de niños cristianos a manos de judíos. Como es lógico, esta obra ha suscitado en tiempos recientes una encendida polémica. En atención a los que la consideran un resto del pasado que no se puede ignorar, sigue ocupando hoy en día su puesto en los muros de la iglesia. Para aplacar a los que han clamado por su retirada, se la ha cubierto con una cortina que solo se descorre en ocasiones muy concretas. Este polémico cuadro es un elemento clave en La mitad de la verdad de Zygmunt Miloszewski, segunda entrega de la serie protagonizada por el fiscal Teodor Szacki. Un asesinato cuyos detalles evocan los terribles crímenes atribuidos por la tradición al pueblo judío obliga al investigador a andarse con pies de plomo mientras se adentra en un territorio muy sensible: el brutal antisemitismo que en tiempos no muy lejanos trajo terribles consecuencias para los judíos afincados en Polonia.  Estos hechos planean como una sombra siniestra sobre un caso en principio inexplicable y que llevará al fiscal a descender ―literalmente― a las entrañas de la ciudad, cuyo subsuelo está horadado por una profusa red de galerías. Paralelamente, Szacki tendrá que ahondar en otros rincones oscuros, los de su propia vida y sus relaciones personales, en franca deriva.

Los seguidores del novelista Domingo Villar hemos estado esperando durante diez años la última entrega de las aventuras de Leo Caldas, el inspector de su creación. No es habitual que un autor demore tanto la publicación de un nuevo libro. Semejante indiferencia frente a las exigencias editoriales, así como una inagotable capacidad de rehacer hasta que el producto final es por completo satisfactorio, dice mucho de este escritor concienzudo y demorado. En El último barco, Villar construye una trama policiaca al margen de los sensacionalismos y los golpes de efecto, con un importante componente humano y un ritmo lento que proporciona al lector la sensación de estar acompañando realmente a los protagonistas a desentrañar el enigma que sirve de punto de partida: la desaparición de una joven de buena posición que se ha alejado de su familia para llevar una vida al margen de las convenciones y dedicada al arte. Aparte de la desaparecida, por la que el lector llega a sentir una profunda simpatía, la novela está llena de maravillosos personajes secundarios: el vagabundo Napoleón, que es al mismo tiempo un erudito latinista; el joven Camilo, artista de increíble talento aquejado de una terrible fobia social; los profesores de la Escuela de Artes y Oficios, dedicados a la hermosa tarea de compartir sus destrezas y, por supuesto, el padre del inspector Caldas, gruñón y entrañable, recalcitrante en su empeño de mantener la independencia a pesar de sus años. En los agradecimientos finales, Domingo Villar aclara que en este libro «homenajea a los que enseñan, a los que hacen las cosas despacio y a los que aman el mar». Por lo que sé de él, al propio Villar se le puede incluir al menos en dos de estos apartados.

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