LAS LÁGRIMAS DE VÍCTOR HUGO

Alguien te dice que Notre Dame está en llamas y de inmediato piensas que estás soñando. Es solo cuestión de esperar un rato y despertarás; todo volverá a estar en orden y la pesadilla habrá terminado.

Pero no. El despertar se demora, así que remoloneas por la casa sin atreverte a encender la televisión o la radio, sin mirar tampoco las redes sociales, no sea que ese extraño sueño empiece a echar raíces en la realidad. Intentas concentrarte en tus cosas e incluso lo consigues, pero en un momento de despiste abres Facebook e irrumpen de golpe en tu campo visual los comentarios espantados de tus amigos. Ves una portada de Libération con la imagen de la hermosa aguja envuelta en llamas. Ya no te cabe ninguna duda: estás despierta. Solo te queda echarte a llorar. Luego viene una noche larga en la que duermes a trompicones. En uno de los ratos de descanso, sueñas con alguien muy querido que te propone un viaje a París. La respuesta viene sola: «No podré volver a París nunca más».

El incendio producido ayer en Notre-Dame me ha afectado de una forma tan profunda y sorprendente que escribo esta entrada, entre otras cosas, en un intento de entenderlo. Me ayuda observar las reacciones de los demás. En una esperable reacción colectiva, las redes sociales se han ido poblando hoy de imágenes rescatadas de antiguos viajes. Mis amigos y conocidos posan frente a la catedral solos o en compañía, algunos de ellos claramente más jóvenes, abrigados hasta las cejas o con atuendo estival, sonrientes casi siempre. Un desfile de reacciones que saca a la luz lo que ese viejo edificio significa para cada cual: unas vacaciones divertidas, el disfrute estético, la emoción de encontrarse con el pasado, el recuerdo de amistades o amores perdidos. El caso más emocionante es el de un amigo que ha subido varias fotos suyas frente a la fachada principal, en compañía de quien ―supongo― era por aquel entonces su pareja. Un conciso mensaje encabeza las imágenes: «Ya nunca más… nada». Son muchas cosas las que cada uno de nosotros ha perdido con el desplome de estas viejas piedras. 

Como por suerte o por desgracia vivo casi a tiempo completo en el mundo de los libros, para mí Notre Dame es Víctor Hugo y ese despliegue de pasiones y humanidad contenido en las páginas de su novela Nuestra Señora de París. Al parecer ―la prensa se ha encargado de recordárnoslo hoy―, Víctor Hugo la escribió para propiciar la simpatía de sus contemporáneos hacia los edificios góticos, francamente desprotegidos en su época. Pero la escribió también porque le desbordaba por todos los poros el Romanticismo en el más alto sentido de la palabra y porque ese abigarrado mundo de piedra le dio pie para crear a una de las más conmovedoras criaturas literarias, de esas que se instalan en el imaginario colectivo con la fuerza que lo real no puede alcanzar. No hay más que ver cómo pululan hoy en las redes sociales enternecedoras viñetas que muestran al jorobado Quasimodo llorando abrazado a una catedral en miniatura o escapando de las llamas con la mágica intervención de una gárgola voladora. Yo querría saber dibujar para hacer lo propio con su autor y mostrarlo, barbudo y venerable, derramando lágrimas que no bastan para apagar el cruel incendio de su amado edificio. Pero no sé dibujar y tengo que conformarme con las palabras, que por una vez no me sirven de consuelo.

Comentarios

  1. Para fue otro duro golpe, otra parte más de una catedral que fueron destruyendo y reconstruyendo a través de tantos siglos. Otro y otro y otro. Es conmovedor lo que dices.

    Abrazos

    ResponderEliminar
  2. Ya sé que es un golpe más de los sufridos por Notre Dame a lo largo de su historia, pero (llámame ingenua) no creí que tuviera que vivir algo así en estos tiempos ultramodernos y avanzados tecnológicamente. Reconozco que fui presa del terror cuando pensé que el edificio se venía abajo. Yo misma me sorprendí al ver lo mucho que me afectaba la noticia.

    Gracias por pasarte tan a menudo por este espacio. Un abrazo.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario