INDULTAR A SHEREZADE
No recuerdo haber vivido una entrada tan brusca del
invierno. No sé si habré ingresado ya en esa permanente amnesia de nuestros
mayores (a la que apelamos cuando queremos resaltar la singularidad de nuestros
tiempos), consistente en afirmar con total seguridad que nunca antes se había
visto un invierno tan repentino, unas lluvias tan excesivas, una sequía tan
pertinaz, un verano tan cruel.
Probablemente, mi percepción se deriva del hecho de
que este invierno prematuro me ha traído como regalo de presentación un catarro
impertinente, de esos que colapsan las vías respiratorias e instalan en ellas
un ruidoso repertorio de carraspeos y toses. Desde ayer, estoy encerrada en
casa contemplando cómo el cielo se desploma sobre una ciudad que hace unos días
estaba sepultada en el polvo y la sequedad. Los viandantes, abrigados y
presurosos, me parecen auténticos héroes que se adentran en la más dura
intemperie. Los observo acobardada, desde el refugio de mi calefacción y mis
medicamentos; algo absolutamente impropio de mí, que soy una mujer de invierno.
Achaquémoslo a los virus.
Este inesperado paréntesis en mi actividad laboral
me ha dado la oportunidad de realizar con calma una de las labores más ingratas
de mi oficio: la corrección de un examen. Llevo dos días dedicando ratos
perdidos a la lectura de las reflexiones de mis alumnos de Literatura Universal
sobre obras y autores de la Antigüedad Clásica y la Edad Media. Se trata, con
mucho, de mi asignatura favorita y del examen que menos me cuesta corregir,
pero las prisas suelen obrar en mi contra y dotar a este trabajo de una buena
dosis de angustia. Esta vez no ha sido así y la prueba es que le he encontrado
cierto encanto a la tarea, que me ha dado material para esta entrada.
Como suele ocurrir, salvo contadas excepciones de
alumnos especialmente puntillosos, mis chicos de Literatura Universal andan
algo perdidos en cuestión de géneros y obras. De su mano, los poemas se
transforman en novelas y los autores de la Grecia clásica en monjes medievales;
los nombres de los escritores se sustituyen por sucedáneos y Catulo se vuelve
esdrújulo o Plauto puede pasar a llamarse Tupido;
los títulos se acortan o se deforman, y obras modernas se cuelan
insolentemente en sus antepasadas más remotas, de modo que El jorobado de Notre Dame puede reclamar su puesto como una de las
historias de Las mil y una noches. En
cambio, todos recuerdan la astucia de una mujer llamada Sherezade, capaz de esquivar
una sentencia de muerte durante un millar de amaneceres gracias al poder de sus
historias. O el juego de casualidades y de oráculos que lleva a Edipo a
arrancar los broches del vestido de su madre y esposa muerta para sacarse con
ellos los ojos. O la pasión voraz que devora a Tristán e Iseo cuando son
víctimas de un bebedizo que los condena a vivir un amor prohibido. O la
curiosidad satisfecha de Odiseo mientras atraviesa atado al mástil de su barco
el sonoro y terrible pasaje de las sirenas.
No cabe duda: nos gusta que nos cuenten historias.
Lo compruebo curso tras curso cuando incluso el grupo más ruidoso guarda
silencio apenas encuentro la manera de reorientar mi explicación para ponerme a
narrar. Viendo los rostros repentinamente atentos de quienes pocos segundos
antes estaban perdidos en las más variadas formas de dispersión, me acuerdo
siempre de una secuencia de un documental sobre la evolución humana que vi
muchas veces con mis alumnos de Historia. Tras pasar revista a trascendentes
adelantos como la marcha bípeda o la producción de sonidos articulados, se
llegaba al manejo del fuego y aparecía un grupo de homínidos sentados en torno
a una hoguera. La voz en off hacía
hincapié en cómo este descubrimiento supuso poner límites a la noche y abrir el
vuelo a la imaginación. Porque aquellos seres rudimentarios dispuestos en
círculo alrededor de las llamas se estaban dedicando a contar y escuchar
historias. No hubo vez que viera ese documental ―y fueron unas cuantas― en que
no sintiera un cosquilleo de emoción en el estómago: era el momento en que por
fin me reconocía en mis antepasados más remotos.
En conclusión, no me tomo demasiado a pecho las
mezclas de géneros literarios ni los autores cambiados de siglo y de nombre sin
demasiadas contemplaciones. Peccata
minuta. Lo importante es que mis alumnos recuerdan la feroz cólera de
Aquiles, la genial argucia antibelicista de Lisístrata y los alardes del
soldado fanfarrón de Plauto. Está claro que Sherezade también sería indultada indefinidamente,
noche tras noche, por cada uno de ellos.
No creo que seas consciente del lujo que eres como profesora ni que tus alumnos sepan que están tratando con una artista. Es maravilloso poder vivir en todos esos mundos y darles las llaves a tus chicos para que se adentren.
ResponderEliminarPreciosa definición de la labor del enseñante de literatura: dar llaves para que otros se adentren en infinitos mundos. Es lo que hago con más gusto en mi labor docente. Y no sé si los alumnos lo aprecian mucho, pero al menos son conscientes de que estoy haciendo algo que me encanta. Eso me basta para ser feliz en mi trabajo.
ResponderEliminarNo he podido publicar uno de mis poemas favoritos. Vivamos, Lesbia mia y amemos.
ResponderEliminarCatulo.
«Vivamos, Lesbia mía, y amémonos.
ResponderEliminarQue los rumores de los viejos severos
no nos importen.
El sol puede salir y ponerse:
nosotros, cuando acabe nuestra breve luz,
dormiremos una noche eterna.
Dame mil besos, después cien,
luego otros mil, luego otros cien,
después hasta dos mil, después otra vez cien;
luego, cuando lleguemos a muchos miles,
perderemos la cuenta, no la sabremos nosotros
ni el envidioso, y así no podrá maldecirnos
al saber el total de nuestros besos».
A mí también me encanta. Gracias por recordarlo.