LOS CUADROS DE SEPTIEMBRE (2018)
Llega septiembre y esta sección acoge, como es costumbre desde hace seis años, un cuadro relacionado con el comienzo de curso. En esta ocasión, la obra elegida excluye la figura del enseñante y se centra en el papel del que aprende. Se trata de Niña que escribe, del pintor italiano Telemaco Signorini (1835-1901), miembro de los Macchiaioli, grupo de artistas que adoptaron una denominación en principio despectiva (no es el único caso en la historia del arte) para hacer bandera de su deseo de apartarse del academicismo. Alejados del encorsetamiento de la pintura oficial a través de una mirada realista sobre el mundo y de una mayor libertad técnica, consistente en construir la realidad por medio del contraste entre colores, como si “manchasen” el lienzo, estos pintores abren camino a la modernidad. La soltura de la pincelada de esta Niña que escribe y la elección de un tema cotidiano son un buen ejemplo de los postulados de este movimiento. Esta pequeña de encantador gesto de concentración se dibuja sobre un fondo abocetado en el que se eliminan los detalles. No hay un espacio concreto para esta aprendiza de la escritura: acompañada tan sólo por su pupitre, su pluma y su tintero, parece estar nadando en un ámbito indefinido que es el de su época y a la vez el de todas. Un hermoso homenaje a la paciente, hermosa y eterna tarea de aprender.
Confieso que la primera noticia sobre la
existencia del pintor francés Eugène Boudin me la trajo la publicidad de la
exposición del Museo Thyssen dedicada a él y a quien sería su discípulo y, en
parte, responsable del olvido en que ha caído su maestro: el gran Claude Monet.
El pasado domingo visité por fin dicha exposición y disfruté de las armonías y
contrastes ―según el caso― entre los dos artistas, de sus distintos
tratamientos de temas afines, pero también de los momentos en que el maestro y
su rompedor discípulo se daban la mano. Me declaro rendida ante los paisajes de
este artista delicado y sensitivo que fue Boudin, clásico en algunos casos y en
otros tan libre de técnica que sus experimentos de división de las formas en
pinceladas de color están a la altura de la audacia de los jóvenes
impresionistas que le tomaron el relevo. Entre todas las obras que contemplé
allí, me quedo con la serie dedicada a retratar figuras a la orilla del mar y
en especial con este cuadro, titulado Playa
de Trouville. Hay algo extraordinariamente melancólico en este grupo humano
dispuesto frente a las olas, ofreciéndonos la espalda o el perfil, bajo un
cielo que marca el declive hacia el ocaso. Estos burgueses ociosos charlan,
contemplan a los trabajadores que realizan sus tareas con la ayuda de caballos
o simplemente dejan vagar su mirada por el horizonte, en un abigarrado conjunto
humano. Se diría que esa proximidad les otorga fortaleza frente a la tristeza
del final del día, o tal vez frente al verano ―y a la felicidad― que se
escapan.
Casi un siglo antes de que Velázquez
crease su emocionante colección de retratos de bufones de la corte de Felipe IV,
el pintor holandés Antonio Moro inmortaliza a un personaje del mismo oficio en Perejón, bufón del conde de Benavente y del
gran duque de Alba. La comparación entre los puntos de vista de ambos
pintores es reveladora: frente a la profunda humanidad y la compasión de
Velázquez, que conecta de forma tan eficaz con nuestra parte más afectiva, la
postura más objetiva e intelectual de Moro, autor de un retrato sobrio, que
conmueve de una forma más sutil. Antonio Moro es un retratista extraordinario,
que se mantiene en apariencia neutral frente a la psicología de sus modelos,
pero que nos ofrece claves para desentrañar lo que no aparece de forma
explícita en sus cuadros. Una impresión inicial nos sitúa frente a un individuo
de clase acomodada que nos observa con intensidad desde el lienzo. Una
observación más cuidadosa pone de relieve la desproporción entre torso y
piernas, el extraño ángulo de torsión de la mano derecha y la baraja que el
personaje sujeta en ella: este tipo receloso y bien vestido disimula con su
porte grave sus malformaciones y su condición de objeto risible para los
poderosos. Invito a todo el que tenga la oportunidad de contemplarlo al natural
en el Museo del Prado a que fije la atención en sus ojos. Situarse al mismo
nivel que el retratado y reconocerse en su expresión es un ejercicio
apasionante. La mirada de Perejón nos habla de dignidad ofendida, de tristeza y
resignación. De la rabia silenciosa del que se sabe igual que sus amos pero
debe bajar la cabeza frente a ellos. Recortado sobre un fondo neutro e
indeterminado, esta figura nos habla, en definitiva, de la miseria de la
condición humana. Es difícil imaginar a un personaje más triste dedicado al
oficio de hacer reír.
El otoño se resiste a entrar y busco
conjurarlo con el poder de la pintura. Estudio
de mujer 3, del pintor chino contemporáneo Hu Jundi, es uno de los
numerosos cuadros de este autor que recrean con una estética delicada figuras
femeninas encuadradas en medio de la naturaleza. Bellas, ensimismadas y
solitarias, rodeadas por un halo de misterio al que contribuye el difuminado de
la técnica, se diría que las mujeres de este artista son divinidades vinculadas
a algún elemento natural. Esta joven que se apoya en un árbol mientras se sume
en la hondura de sus pensamientos parece la encarnación misma del espíritu del
otoño: un viento inesperado agita sus cabellos y el pañuelo que sujeta en su
mano; el árbol que le sirve de protección está en trance de perder sus hojas.
El buen tiempo se aleja y la muchacha parece seguirlo con la mirada. A su
alrededor se instala un frío que, a juzgar por su expresión melancólica, está
en consonancia con algún otro frío interior.
Hola, Eva. Cualquier propuesta que fomente la fraternidad entre blogueros me interesa. Me pongo a ello en cuanto el trabajo me lo permita. Gracias por pensar en mí y un abrazo.
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