UN VIEJO CARRUSEL
Todos
los años por estas fechas, la llegada del verano se tiñe de melancolía por las
cosas que se van. Mis compañeros de profesión comprenderán sin duda lo que estoy
diciendo: acabar un curso es dejar atrás personas y situaciones, desprenderse
del pasado para afrontar con más ligereza el futuro, mudar de piel. Es un ciclo
de la vida en miniatura que, a finales de junio, entra en un desenlace
provisional, previo a la renovación de septiembre.
Para
mí, este año, ese desenlace del que hablo es más definitivo que otras veces,
porque el final de curso coincide con un final de etapa que me lleva lejos del
que ha sido mi lugar de trabajo durante casi dos décadas. Es inevitable por
ello que, desde hace un par de semanas, hasta el más pequeño acto esté cobrando
para mí una trascendencia inesperada: la última vez que imparto clase en una de
estas aulas, la última vez que presto un libro a un alumno en la biblioteca, la
última sesión de evaluación, la última comida de compañeros. Esta mañana, al
aparcar el coche, he visto a una pareja de perdices y un conejo correteando por
el recinto del instituto, en torno a varias aulas prefabricadas. Lo cierto es
que estos animalillos han sido compañeros habituales míos durante los últimos
años y han escoltado con frecuencia mi entrada matutina en el centro, pero hoy su
presencia me ha resultado de una singularidad casi asombrosa. El instituto de
entorno urbano en el que impartiré clase el curso próximo no me deparará, sin
duda, ese tipo de alegrías campestres; me ha parecido que las criaturas que
deambulaban despreocupadamente frente a mí habían salido de sus refugios para
decirme adiós.
Hoy
he recibido ―nos ha ocurrido a todos― un mensaje de la secretaría del centro
que me recuerda la necesidad de devolver las llaves de aulas y departamentos
antes del 30 de junio. Me he imaginado la acción de desprenderme del llavero
que me ha acompañado tantos años, y ese pequeño gesto se me ha antojado de una
gravedad difícil de afrontar. Recuerdo que una compañera muy querida que se
marchó hace ya unos cuantos cursos se llevó consigo las llaves de la
biblioteca, en la que colaboró con mucho entusiasmo, por si regresaba algún
día. Era, le gustaba bromear, como los sefardíes que conservaron en el exilio,
generación tras generación, las llaves que franqueaban las puertas de sus lejanas
viviendas de Toledo.
Es
lógico, en el estado de ánimo que preside mis días últimamente, que me haya
venido a la memoria una fotografía de Robert Doisneau que vi en una exposición
hace un par de meses y que, desde entonces, he tenido en mente comentar en este
blog. Es la foto más melancólica que conozco del que fue un gran maestro de la
jovialidad; es también para mí la más hermosa. Hoy me parece el momento
adecuado para traerla a este espacio, porque este Carrusel del señor Barré, solo e inmóvil bajo la lluvia, tiene toda
la tristeza de los objetos sin uso, toda la nostalgia de las personas que
salieron de nuestra vida, de la alegría que pasó. Como la conjunción de un
grupo de alumnos y un profesor que no volverán a estar juntos en la misma aula;
como la triste inutilidad de una llave no devuelta y guardada a escondidas,
válida sólo para una puerta que no volveremos a abrir.
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