LA NOCHE BREVE

Duermo mal desde hace años. Quizá por eso algunos personajes de las últimas historias que he escrito tienen serios problemas para conciliar el sueño. He hablado acerca de esto con mucha gente y he encontrado un poco de todo: solidaridad, casos más graves que el mío, una pizca de compasión, un repertorio de soluciones varias. Las he probado todas; algunas me han dado más resultado que otras. Pero no he vuelto a recuperar la paz, esa sensación de fuerzas que se renuevan, que trae aparejada una noche dormida de un tirón. La límpida, hermosa certeza de que la vida vuelve a empezar por la mañana y todo entra dentro de lo posible.

Pero hoy no importa. Es la noche del año en la que esto me parece menos grave. Lo marcan los calendarios: la fecha en la que el sol le gana definitivamente la batalla a las sombras y las deja reducidas a un mínimo de horas. Es la noche de San Juan y a mí la simple mención de ese nombre me huele a juventud, a veranos pasados y a libertad; a cursos que se terminaban y a periodos de descanso desplegándose como una perspectiva interminable (porque de todos es sabido: los veranos de la infancia y la primera juventud son lo más parecido a la eternidad. En el momento en que uno es consciente de su finitud, es que ha alcanzado la edad adulta).

Es la noche de San Juan y eso, insomnes del hemisferio norte, nos hace sentirnos un poco menos desgraciados. Es la ocasión ideal para dejar fármacos y remedios caseros, para quemar lo que nos estorba y saltar hogueras aunque sea con el corazón. Si se nos pasan las horas nocturnas en blanco, el sol nos acompañará hasta tarde y volverá a rescatarnos temprano. Podemos entretenernos recordando aquellos veranos del pasado en que éramos ―nos lo parece ahora, aunque tal vez entonces no éramos conscientes― infinitamente jóvenes. Tal vez en el futuro percibamos lo mismo de este verano que empezamos a vivir.

Por una vez, está permitido el insomnio.

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