LOS CUADROS DE AGOSTO (2015)
La expectativa es el cuadro más conocido del surrealista alemán
Richard Oelze (1900-1980). En él, el pintor da un paso más allá del sugerente
recurso de pintar una escena desde su parte posterior: los hombres y mujeres
que la protagonizan no solo nos dan la espalda, con la consiguiente
indeterminación de sus rasgos y expresiones faciales, sino que miran con
interés algo cuya naturaleza también se nos escapa. Solo dos de ellos nos permiten
ver su cara, que aparece reducida a sus líneas esenciales, como un rostro-tipo
carente de individualidad. Del resto de los personajes solo vemos el abrigo y
el sombrero que los cubre: no hay manos, ni apenas piel ni cabello a la vista.
Nos da la impresión de que este grupo humano que ve o espera ver algo que
ignoramos está formado por seres que han perdido su carácter singular para
fundirse en una masa con la voluntad común de aguardar a que algo suceda. Son
varios los elementos que añaden misterio a esta escena ya de por sí inquietante:
el carácter antinatural del colorido, circunscrito a distintas gamas del pardo
y el verde, y la presencia de un cielo tormentoso que no parece augurar nada
bueno. Sería fácil encontrarle una interpretación existencial a la imagen de
este colectivo que explora un horizonte amenazador, pero si hay algo que me
atrae de esta obra es su misma imprecisión, el juego de incertidumbres creado
por la gente que observa y espera mientras es observada a su vez por el que
espera en el exterior del cuadro.
El
pintor alemán Ferdinand Keller (1842-1922) es autor de numerosos cuadros que
representan espacios aislados y sugerentes, cubiertos por cielos tempestuosos,
en los que el agua adquiere un gran protagonismo. Un ejemplo claro es el
titulado El estanque. Se trata de una
obra que produce una intensa reacción emotiva en el que la contempla: tenemos
la impresión, más que de entrar en un entorno físico, de estar ingresando en un
estado mental dominado por la melancolía, la inquietud o la desazón. Las nubes
tormentosas, el muro semiderruido y cubierto de vegetación, la masa oscura de
los cipreses que presiden la escena: el pintor ha elegido cuidadosamente todos
los componentes para dotar al conjunto de lúgubres resonancias. La pequeña y
solitaria escultura de un ciervo que se alza sobre un pedestal parece
transmitir un mensaje que no comprendemos del todo. Pero si hay un elemento
inquietante en este escenario creado por Keller es el que da título al cuadro.
El estanque semicubierto de plantas acuáticas y que recoge el negro reflejo del
arbolado, esa extensión de agua quieta cuya profundidad se nos antoja enorme,
es lo que hace que el paisaje parezca directamente extraído de una pesadilla.
El único camino posible se abre al otro lado del estanque, que ocupa el lienzo
de extremo a extremo y se convierte en todo nuestro horizonte; nuestro trayecto
termina aquí a menos que seamos capaces de internarnos en sus aguas sombrías y
amenazadoras.
El
iraní Iman Maleki (nacido en 1976) es un pintor hiperrealista que con
frecuencia incluye en su obra toques poéticos y oníricos que contrastan
notoriamente con el carácter casi fotográfico de su técnica. Los personajes de
sus cuadros son seres corrientes representados en la realización de actos
cotidianos: la lectura de libros y de cartas, las tareas domésticas, el trabajo
y los ratos de esparcimiento. Hay también un buen número de ellos sorprendidos
en un momento de ensimismamiento o de meditación. Es el caso de este encantador
óleo titulado Deseo. Me gusta
especialmente este cuadro por el juego entre lo real y lo imaginario que le
sirve de base: por un lado, el mundo tangible y nada extraordinario donde se
desarrolla la escena; por otro, la ventana a la imaginación que la pequeña
protagonista ha podido abrir en el muro. Lo oscuro, lo cerrado, lo sin salida,
representado con un alarde de realismo en esa pared de ladrillo que es el único
horizonte real, frente a lo abierto y luminoso, encarnado en ese sol apenas
esbozado con unos trazos de tiza. No sé hasta qué punto esta obra es una simple
recreación de la infancia y su maravillosa capacidad de crear o tiene una
segunda lectura más acorde con el día a día del pueblo iraní, con las trabas y
prohibiciones que lo atenazan, frente a las cuales solo cabe abrir una ventana
a la esperanza con la libertad que otorga el pensamiento.
En
ciertos cuadros de finales del XIX se da una combinación de elementos dispares
que resulta para mí muy atractiva: el artista observa la realidad hasta sus
últimos detalles y la traslada al lienzo con extraordinaria fidelidad, pero sin
que su obra derive por ello hacia lo fotográfico. El realismo se lleva a
extremos de enorme pericia técnica, pero la obra resultante tiene un carácter
absolutamente pictórico. Pensamientos
melancólicos es el hermoso título de este cuadro del pintor francés Gustave Jean Jacquet
(1846-1909), que es una perfecta ilustración de lo que acabo de explicar.
Dejando al margen la dulce expresión de la modelo y la delicada armonía
cromática del conjunto, lo que me resulta fascinante de esta obra es la perfecta
captación de las texturas: el terciopelo del traje, el cinturón metálico, la
piel de la muchacha, el encaje del cuello y las mangas, son recreados por
Jacquet con una técnica tan depurada que resulta difícil no caer en la ilusión
de que nos encontramos frente a unas telas, una cadena y un cutis de verdad. Me
imagino el ejercicio de contención que debe de suponer contemplar este cuadro
al natural y no acercarse para mirar muy de cerca semejante milagro. Y, sin
embargo, nada más alejado de una reproducción fotográfica de la realidad: ahí
está ese fondo neutro aparentemente uniforme que es un portento de matices, que
aísla a la modelo de un emplazamiento concreto y hace que el centro de atención
sean ella y su soñadora actitud. Muchos siglos de historia de la pintura están
detrás de la libertad de pinceladas con que el perfil de la muchacha se
difumina hasta perderse en la sinfonía de ocres que le sirve de marco.
Comentarios
Publicar un comentario