LOS CUADROS DE MARZO (2015)
En
estos tiempos de extremado culto a la propia imagen, me resulta tentador
asomarme a la visión del propio rostro que nos han transmitido los pintores de
otras épocas. El resultado no puede ser más gratificante: frente a la
proliferación, la gratuidad y el carácter efímero de las actuales autofotos bautizadas con un anglicismo
que me resisto a emplear, uno se encuentra con la reflexión larga y profunda
sobre los propios rasgos, la expresión facial y lo que todo ello delata de la
personalidad del que es simultáneamente modelo y autor. Este Autorretrato de un joven que emerge de
la oscuridad para clavar en nosotros una mirada intensa y melancólica está
atribuido al gran Eugène Delacroix, que lo habría pintado en torno a 1816, a
una edad que rondaría los dieciocho años. Dejo aparte el prodigio de madurez
pictórica que este dato implica; a mí este retrato me atrae por el eficaz juego
de luces y sombras, la sobriedad con la que está compuesto y el carácter
enormemente expresivo de los pocos elementos con los que el autor lo ha
construido. Como sucede siempre en los grandes retratos, uno puede jugar a
sostenerle la mirada al modelo y caer en la fantasía de que está realmente
asomándose al interior de una persona de carne y hueso. Estos ojos que nos
miran desde el oscuro cobijo de sus cuencas son una mezcla de juventud y
sabiduría, de melancolía y fuerza vital. Este joven que sabe pintar como un
artista experimentado nos transmite la impresión de saber ya mucho de la vida.
No son ajenas a ello, pienso yo, las largas horas de contemplación de la propia
imagen que subyacen a esta obra, con su carga de reflexión y de conocimiento de
uno mismo.
La
singularidad del pintor madrileño Jerónimo Elespe comienza ya en el mismo
material que emplea como base, los paneles de aluminio. Su sistema de trabajo
no es menos peculiar: sus cuadros pasan por un largo proceso en el que son
olvidados durante un tiempo para ser sometidos más tarde a una transformación
por medio del raspado o del añadido de nuevas capas de pintura. Tienen algo de
seres vivos que van formándose poco a poco, y Elespe posee la minuciosidad del
arqueólogo que con precisión y paciencia infinitas va retirando materiales para
extraer un objeto antiguo oculto a nuestra mirada. Su pintura es una curiosa
alianza entre lo nuevo y lo tradicional; produce en el que la contempla la
sensación de estar entrando en un territorio personal y originalísimo, pero en
el que constantemente le salen al paso elementos de una tradición pictórica
reconocible. Todo lo anterior se refleja en este cuadro que responde al
misterioso título de The antipodal room. A mí me da la impresión de que estos dos
personajes se encuentran ahí desde mucho antes de que ninguno llegáramos a este
mundo, y que Elespe los ha ido sacando a la luz con minuciosidad, raspando en
una superficie abigarrada por la acumulación de capas de pintura que forman
sugerentes diseños. Los dos rostros juveniles nos observan con estupor, sorprendidos
en lo que tal vez creían un descanso eterno, a salvo de miradas intrusas. Por
su actitud reposada y sus graves vestimentas, parecen extraídos de una pintura
clásica; son un nexo de unión entre un mundo olvidado y el nuestro, traídos a
la superficie por la pericia del artista. Pero, insisto, estas pinturas de
Elespe tienen algo de ser vivo: no me cuesta imaginar el diseño de formas y
colores que los cubren parcialmente como un mundo orgánico y en ebullición,
dispuesto a reproducirse hasta cubrir de nuevo a las dos figuras simétricas.
Si
tuviera que buscar una representación plástica de la puerta de acceso a la
primavera, sin duda elegiría esta. En una época en que Aranjuez distaba mucho
de ser el enclave turístico que es hoy en día, el pintor catalán Santiago
Rusiñol (1861-1931) realizó la célebre serie de cuadros que recogían rincones
de los jardines del palacio. Este que traigo hoy aquí lleva el título de Jardín de Aranjuez. Glorieta II. En él,
Rusiñol emplea el siempre eficaz recurso de hacer del paisaje pintado una
prolongación del espacio que habita el que lo contempla: el camino flanqueado
de flores se despliega frente a nosotros y nos crea la ilusión de que podemos
echar a andar sobre él; casi podemos imaginar el ruido que producirán bajo nuestros
pies las hojas y los pétalos que cubren el suelo. El cuadro es, al igual que su
referente real, todo un regalo para los ojos. La impresión inicial de una
explosión de color cede el paso, tras una contemplación más sosegada, al
descubrimiento del riguroso orden de los elementos que rigen la escena. Los
colores más llamativos se alinean a ambos lados del sendero de acceso, como
señales luminosas que atrapan nuestra atención, mientras que el horizonte
aparece cubierto por una masa verde y tranquilizadora, interrumpida de forma
simétrica por dos manchas de color blanco. Todo está medido en esta naturaleza
domesticada y apacible. Leo en la biografía de su autor que Aranjuez fue un
lugar recurrente en los viajes de Rusiñol, y que allí le sorprendió la muerte
cuando ampliaba la serie de jardines que fue pintando a lo largo de toda su
vida. Es inevitable que se me dispare la imaginación: tal vez esta hermosa
hendidura abierta en el verdor fue para el artista la puerta de acceso al
paraíso.
A
mí Zurbarán es un pintor que me maravilla porque, en mi modesta opinión, no se
parece a ningún otro. Nadie como él para dotar a sus figuras humanas de una
sólida corporeidad, una condición firme e inmutable que las asemeja y las
identifica con el mundo material que las rodea. Sus modelos parecen estar
detenidos en el tiempo, o vivir en una dimensión distinta a la que habitamos
los seres mortales, sometidos al rigor del cambio constante. Dicho de otra
forma: Zurbarán es el artista que sabe pintar seres humanos estáticos como
objetos, o bien objetos con alma de seres humanos. Hace poco tuve ocasión de
contemplar en una exposición este delicioso cuadro titulado La familia de la Virgen y me entusiasmó
por la serenidad que de él se desprende, por su armonía cromática, por el mimo
desplegado por el pintor para plasmar sobre el lienzo esta galería de seres
animados e inanimados que, con idéntica importancia, componen un canto a la
vida cotidiana y familiar. A mí me parece que en este ambiente doméstico tienen
igual relevancia las figuras de los padres ancianos y de la niña piadosa y
regordeta que las frutas que sostiene Santa Ana sobre una bandeja, la taza que
descansa sobre la mesa (y que nos trae el recuerdo de algún espléndido bodegón
pintado por la misma mano) o esa extraordinaria tela blanca que rebosa de una
cesta en primer plano, probablemente símbolo de la pureza del personaje
central, pero también, y es lo que aquí interesa, prodigioso alarde técnico.
Para Zurbarán, los rostros, las telas, las manos, la loza, la fruta, el
cristal: todo es una misma cosa, un inagotable campo de exploración para su
portentosa mirada de artista.
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