LOS CUADROS DE DICIEMBRE (2014)
Me confieso completamente rendida ante mi último descubrimiento pictórico, el noruego Harald Sohlberg (1869-1935), hábil transformador de la realidad en un mundo personal y sugerente. Me ha costado elegir entre sus obras, pero al final me he dejado vencer por el hechizo de este paisaje urbano bautizado con el conciso título de Noche. Hay algo perturbadoramente animado en la iglesia que ocupa el lugar central de la composición y que parece observarnos con el único ojo de su ventana iluminada. En torno a ella se extiende un panorama que es una síntesis de la existencia: los muertos representados por las lápidas y las cruces en desorden se prolongan hasta fundirse con los vivos, encarnados en las viviendas y las fábricas que se pierden en el entorno natural. La luz y el uso del color son, como siempre ocurre en los cuadros de este autor, bazas fundamentales para lograr que la simple contemplación de un paisaje se transforme en una experiencia extraordinaria. La negrura del cementerio en primer término parece una advertencia para los que aún habitan el abarrotado cúmulo de casas del segundo plano. Pero no hay nada lúgubre en esta noche que nos ofrece Sohlberg y que resulta luminosa como solo puede serlo una noche nórdica. La vida y la muerte, en estrecha convivencia y bajo un hermoso cielo azul que nos recuerda que, en última instancia, todos somos parte de la bella indiferencia del planeta.
Hace
una semana, visitando una exposición de pinturas de la colección Abelló, me
topé con esta maravilla salida de los pinceles de Amedeo Modigliani. El violonchelista ocupaba un lugar de
honor en la muestra, en el interior de una vitrina que permitía ver otro
retrato que su autor había pintado en la parte posterior del lienzo. Una tenue
luz invitaba a una contemplación silenciosa y casi reverencial: así parecían
entenderlo los visitantes que se acercaban como atraídos por un imán a este
cuadro que acaparaba gran parte de la atención en una sala llena de obras
interesantes. Tengo la teoría de que, independientemente de su puesto de
privilegio en la citada exposición, hay algo magnético que se desprende de este
retrato, de la expresiva sencillez de su composición, del colorido suave y
crepuscular que ―me temo― no se refleja de forma adecuada en ninguna de las
reproducciones que he podido encontrar en la red. Se me ocurre que en parte ese
efecto lo causa la armonía entre el estilo del artista y el tema representado:
la lánguida estilización de las figuras de Modigliani, su delicada tristeza,
casan a la perfección con la imagen del músico que ensaya en la intimidad de su
cuarto, ensimismado en su rutina, extrayendo a su violonchelo esas notas
melancólicas que producen los instrumentos de cuerda cuando se tocan en
soledad.
El
pintor francés Nicholas Poussin llevó a cabo entre 1660 y 1664 una serie de
cuadros dedicados a las cuatro estaciones, en los que cada una de ellas se
plasma simbólicamente a través de una historia bíblica. Para representar el
invierno se valió del episodio del Diluvio Universal. Creó así una escena de
intenso dramatismo en la que la naturaleza se desata sobre un grupo de
personajes que luchan por salvarse del poder destructor de las aguas. Pero
olvidemos los datos que suministran las enciclopedias y los libros de Arte;
sugiero enfrentarse a este cuadro como lo hice yo por primera vez, con una
simple y concisa indicación de su título: El
invierno. La escena resulta así profundamente misteriosa: estos seres
humanos que intentan sobrevivir, que ponen a salvo a sus hijos o nadan en las
aguas revueltas aferrados a sus animales y pertenencias, parecen estar
atravesando un invierno mucho más duro y de más profundas implicaciones que el
que marcan los calendarios. Poussin es un pintor claro y ordenado; la
racionalidad y el equilibrio imperan en su obra, y de ahí el intenso efecto que
produce su decisión de afrontar un tema
tan violento. A mí me da la sensación de que el relámpago que surca el cielo
tormentoso rasga de parte a parte la placidez de los pinceles del artista, y
que este deja salir, por una vez, actitudes crispadas, figuras retorcidas,
poses desesperadas. El efecto en el que contempla el cuadro es de un profundo
desasosiego. Y es que la agitación del que por regla general vive instalado en
el equilibrio resulta doblemente perturbadora.
Otra
visión de la estación invernal, delicada y con su punto de melancolía. El
pintor soviético Aleksandr Deineka se aleja de su habitual estilo enérgico y
contundente para crear este cuadro de doble título: Niña en la ventana. Invierno. Todo en este lienzo está construido
sobre un fuerte contraste entre el exterior helado y el cálido interior: las
rápidas pinceladas con las que se aboceta el paisaje frente al mayor detalle
con que se plasma la habitación; los colores fríos del mundo de fuera frente a
la gama de ocres desplegada en torno a la protagonista humana y su mascota. A
mí me parece que este cuadro destila un profundo silencio, el que se desprende
de la naturaleza cubierta por la nieve, del sueño apacible del gato y de la
contemplación silenciosa de la niña. Algo en la actitud pensativa de ésta me
lleva a pensar en reflexiones más profundas que las que suscita un simple
paisaje; asocio su mirada perdida más allá del cristal con la calmada espera de
lo que está por venir. Me ha parecido por ello el mejor de los cuadros para
recibir el año que empieza, con su carga de novedades que presentimos, un tanto
sobrecogidos, desde el refugio conocido del año que estamos a punto de
abandonar.
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