LOS CUADROS DE NOVIEMBRE (2014)


Los pintores hiperrealistas, a fuerza de explorar al milímetro la apariencia de las cosas, consiguen con frecuencia el curioso y contradictorio efecto de extraer a la superficie lo que resulta invisible a los ojos. Este óleo del pintor español de origen chileno Guillermo Muñoz Vera, que responde al conciso título de 37, es en mi opinión un claro ejemplo de ello. El espacio vacío y las paredes deterioradas por el uso dan corporeidad a abstracciones como la soledad y el paso del tiempo. Las puertas que conducen a otras puertas, las escaleras que pueden ser el fin de un descenso o el comienzo de una subida, crean un ámbito de fuerte carga simbólica: este espacio que es una encrucijada me habla de la necesidad de elegir, de los caminos divergentes de la vida. Podrá aducir un contemplador de temperamento realista que todas estas divagaciones están en mi cerebro y que este óleo es solamente ―que no es poco― una depurada reconstrucción de un escenario cotidiano con tan impresionante dominio técnico y una captación de las texturas tan precisa que nos parece factible la acción de irrumpir en él. Es posible. Yo respondería que también tienen una apariencia de intensa realidad los sueños, y en ellos, con frecuencia, nos inquieta la inexplicable sensación de que está sucediendo algo importante más allá de lo que vemos.

Pensativa es el sugerente título de este cuadro del pintor catalán Josep de Togores (1893-1970). Esta mujer sin rostro y sin ropa, que se nos muestra en su mayor vulnerabilidad pero que a la vez nos oculta los rasgos de su cara, me parece la pura imagen de la desolación. Rodeada por un entorno que apenas queda esbozado, sentada desnuda sobre una tela blanca de la que solo vemos el inicio, parece inmersa en el más doloroso de los procesos: el de mirar hacia el interior de uno mismo y reconocer las propias carencias. La larga melena revuelta nos remite inevitablemente a la figura de una ilustre sufriente, María Magdalena, que tan brillantes plasmaciones ha tenido en el arte de todas las épocas. Esta Magdalena laica que medita y se desespera está tratada por Togores con una técnica briosa, de pinceladas enérgicas. No hay concesiones al sentimentalismo ni a la fácil complicidad con el que la contempla. Sin rasgos personales, sin anclaje en una época ni un ambiente concreto, esta figura despojada, sola y a la deriva en sus pensamientos resulta fuertemente perturbadora porque no representa a un ser humano específico pero a la vez nos representa a todos.

Hace unos años, visité en la Fundación Juan March una exposición de obras del paisajista estadounidense Asher B. Durand (1796-1886). Era un artista que yo por aquel entonces desconocía, tal vez porque los autores de paisajes, como los de bodegones, han llamado poco mi atención. Sin embargo, cuanto mayor me hago, más aprecio los cuadros que reflejan la belleza del mundo natural sin la presencia humana, de igual forma que me fascina el encanto de los objetos sencillos que cobran relevancia en las naturalezas muertas. Durand es un creador de maravillosos entornos casi siempre apacibles y dotados de una magia especial por la luz suave y envolvente que los ilumina. Traigo hoy aquí un ejemplo que es a la vez sencillo y extraordinario. Se titula Estudio de la naturaleza: abedul y es, como su nombre indica, una obra sin pretensiones, un simple ejercicio de observación de un elemento del mundo vegetal. Nada más y nada menos. Hay tanto amor y sensibilidad en el esmero con que el pintor recrea cada una de las hojas de este hermoso árbol que el resultado es emocionante. A mí los árboles me parecen las criaturas más asombrosas del reino de las plantas. Contemplando este estudio, tengo la impresión de que Durand sentía lo mismo.

El británico James Watson Dawson (1832-1892) es el paradigma de la pintura victoriana: correcto, preciosista y sentimental, nos ha dejado plácidas visiones de la vida campestre y de la infancia, así como una galería de retratos de personajes de la alta sociedad como este, que responde al poético título de Day dreams. Ignoramos la identidad de esta mujer perdida en sus ensoñaciones y vemos apenas los rasgos de su rostro; el artista ha preferido centrarse en la elegante línea de su cuello y en un fastuoso estudio de las texturas de su traje. Dawson recoge aquí la tradición de los retratos renacentistas en los que la figura se recorta sobre un fondo neutro, pero frente al rígido perfil adoptado por los modelos de aquellas obras clásicas, deja a la protagonista desenvolverse con naturalidad y adoptar una posición que nos habla de abandono y ensimismamiento. La dama retratada ignora por completo a los que la observamos y clava los ojos en su abanico, que sin duda trae a su mente algún recuerdo poderoso. A mí este cuadro me llamó la atención desde el primer momento por el deslumbrante fondo dorado que nos veta el acceso al entorno del personaje, pero que nos habla mucho más de la belleza de ese ámbito inmaterial por el que vagan su pensamientos.

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