EL HOMBRE DEL INVIERNO
Ayer,
al salir de casa por la mañana, me encontré con que por fin el día tenía cara
de invierno. No era sólo el cielo plomizo que se cernía sobre la ciudad, ni las
gotas de aguanieve que se estrellaron contra el parabrisas de mi coche; eran un
olor, una atmósfera especial, una quietud extraña, como si la naturaleza toda
estuviera sobrecogida, expectante, frente al inevitable y algo demorado cambio
de estación. Entonces me acordé de un sueño que tuve hace ya muchos años y que daba
corporeidad a ese momento en que el buen tiempo queda definitivamente atrás.
Estoy
en una fiesta en un chalet, rodeada de gente a la que no conozco. Tampoco el
espacio físico en el que me encuentro me es familiar; sin embargo, no hay ni rastro de incomodidad en mí y me
desenvuelvo sin problemas. En esto, la alegría de la reunión se ve interrumpida
por un bullicio de carácter distinto. «El hombre del invierno, el hombre del
invierno», oigo
que exclaman los presentes mientras se lanzan en dirección a las ventanas,
ansiosos por contemplar algo que está sucediendo en el exterior. Mi curiosidad
me lleva a ir más allá: salgo de la casa, atravieso el jardín y me asomo por la
puerta de la verja que lo rodea. Aunque de momento no hay nada anómalo en el
entorno, presiento que algo extraordinario va a ocurrir y mi mirada se dirige a
la esquina más cercana. Allí un inesperado remolino agita las hojas secas
amontonadas en el suelo. Es la señal de la inminente aparición de quien todo el
mundo está esperando.
Entonces
lo veo. Dobla la esquina caminando pesadamente, con los ojos clavados en sus
propios pies. Es un hombre mayor, de gran envergadura, que va vestido con un
abrigo gris raído y lleva una barba larga. A su paso se levanta un viento
helado que agita los restos vegetales del otoño. «El hombre del invierno», repite en susurros otro de los curiosos que, como
yo, ha salido al jardín para recibir al recién llegado. Yo no soy capaz de
decir nada. Me sobrecoge la profunda tristeza de aquel gigante que desfila en
total aislamiento, ajeno a la expectación que despierta, como si sobre sus
hombros cansados soportase toda la pesadumbre del mundo.
Recuerdo
que al despertar me sorprendió la tristeza que se desprendía de aquella imagen
de una estación que siempre me había resultado grata. Pero yo era muy joven por
aquel entonces. Indudablemente, los inviernos de la juventud se pueden permitir
el lujo de la alegría. La comprensión de la profunda tristeza que aplastaba a
aquel hombre de mi sueño es un dudoso don que nos otorgan los años.
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