MIS FOTÓGRAFOS (VIII)
El
fotógrafo estadounidense nacido en Luxemburgo Edward Steichen (1879-1973) formó
parte del movimiento denominado Pictorialismo,
que pretendía elevar la fotografía a la altura de las otras artes y apartarse
de la mera reproducción de la realidad por medios mecánicos. Eso llevó a los
integrantes de este movimiento a captar imágenes con frecuencia difuminadas por
la presencia de agentes atmosféricos o la utilización de filtros, así como a
intervenir posteriormente durante el proceso del positivado. Aunque el objetivo
de los pictorialistas era el de crear un arte independiente de la pintura, la
influencia de esta última resulta evidente en esta fotografía tomada en 1902 y
titulada El espejo. Son obvias las
resonancias velazqueñas de esta figura femenina cuyo rostro se pierde en la
sombra y cuyas facciones sólo podemos imaginar. La imagen es de una sensualidad
extrema: la escasa zona de la anatomía que queda al descubierto nos habla más
de la belleza de la modelo y posee mayor poder de sugestión que una pose más
explícita. La iluminación que cae de pleno sobre el hombro desnudo y el punto
de vista adoptado por el fotógrafo, que otorga el lugar de honor en el reflejo
a la hermosa y delicada línea del cuello, operan el resto del milagro. Esta Venus del espejo moderna y recatada que
deja tanto a la imaginación del espectador es un prodigio de sugerencias. Uno
no puede evitar preguntarse qué pensaría el maestro Velázquez si le fuera
posible contemplarla.
Uno
de los rasgos más atractivos de la fotografía es su capacidad para aunar lo
artístico y lo testimonial. Una imagen que conserva el presente para la
posteridad puede alcanzar cotas de enorme belleza y trascender la inmediatez
del hecho que recoge. Esta misteriosa figura masculina que contempla
reflexivamente una escena infernal puede dar pie a numerosas interpretaciones:
la indiferencia del ser humano frente al horror, su impotencia para ordenar el
mundo, o quién sabe si su deseo de detenerse a atisbar en su propio abismo
interior. El título de la fotografía nos aclara las circunstancias en que fue
hecha y precisa su sentido: Boulevard
Saint Michel. Mayo 1968. Su autor es el fotógrafo Claude Dityvon
(1937-2008), famoso por su impactante reportaje gráfico sobre el Mayo francés.
Esta extraordinaria imagen se sustenta sobre un eficaz fuego de contrastes
entre el primer plano nítido y estático y el fondo dinámico e impreciso. El
humo, el fuego y las difusas figuras que se abren paso entre ellos conforman un
terrible telón de fondo para este testigo sorprendentemente tranquilo, que
contempla la escena sin dejarse llevar por el pánico ni el deseo de intervenir,
y que es en realidad nuestro alter ego, una plasmación gráfica de nuestra
condición de espectadores que se asoman a los hechos que convulsionan el mundo
desde la sosegada posición de la sala de exposiciones o de la silla frente al
ordenador.
El
desierto es una fantástica fuente de imágenes. Los dibujos trazados por la mano
del viento en la arena, los impresionantes cielos, las siluetas de las dunas
que se recortan sobre el horizonte o se solapan unas con otras como un estático
oleaje, crean extraordinarios diseños que con frecuencia rozan la abstracción.
El fotógrafo australiano nacido en 1950 Robert Ashton capta toda la belleza de
tan inhóspito paisaje en Rosie en las
dunas. Renunciando a la inmediata facilidad que aportaría el color en un
caso como éste, Ashton explora los infinitos matices del gris que le brindan la
arena y las nubes. Lo que podría ser una imagen abstracta construida a base del
contraste entre texturas y tonalidades, cobra su dimensión real gracias a las
tres figuras humanas que permiten al ojo del espectador situarse frente a lo
que está viendo. Dichas figuras introducen un juego de oposiciones que otorga a
la fotografía su enorme singularidad: el negro superpuesto a la sinfonía de
grises, lo instantáneo frente a lo perenne, lo pequeño y dinámico frente a lo
grande y majestuoso. La niña que corre hacia la cámara y, por tanto, hacia
nosotros, es el vínculo que nos une a este paisaje silencioso y sobrecogedor
donde es posible explorar, mejor que en ningún otro, los sutiles matices de la
belleza.
El
fotógrafo chino nacido en 1954 Yang Yankang es un atento plasmador de usos y
rituales religiosos, que recoge en imágenes de extremada pulcritud formal. Esta
fotografía pertenece a la serie titulada Budismo
en el Tíbet y posee, además de su evidente interés testimonial, el encanto
que, en mi opinión, desprenden los retratos de personas concentradas en el acto
de leer. Hay todo un alarde de composición tras esta imagen aparentemente
casual, que se apoya en un férreo juego de contrastes: la silueta difuminada
del adulto frente al perfil nítido del niño, el mundo exterior frente al
interior, el hombre atento al pequeño lector frente a la abstracción de este
último. La luz que se filtra a través del panel envuelve la escena en una
delicada claridad y le otorga un carácter pictórico. Yankang es un testigo
respetuoso que sabe transmitir al que contempla sus fotografías la belleza y
trascendencia de los ritos en que están inmersos sus personajes, sean del signo
que sean. Pero más allá de su significado religioso o sociológico, a mí me
atrae esta imagen por su relación con la infancia y el aprendizaje. La figura
adulta que se adivina tras el panel me parece la encarnación de una sabiduría
muy antigua que se va transmitiendo al pequeño lector a medida que este avanza
por las páginas de su libro.
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