LETRA PEQUEÑA
Supongo
que mi temprano amor por los libros se debe en buena parte a su abrumadora
presencia en la casa donde transcurrió mi infancia. Muchos de los ejemplares
que atestaban armarios y estanterías tenían el atractivo añadido de ser muy
antiguos; para mí, todo lo procedente de otros tiempos era ya sólo por ello
digno de mi atención. Lo antiguo siempre ha poseído a mis ojos una capacidad de
sugerencia inigualable; por eso me cuesta tanto entender esa actitud
adolescente tan al uso de despreciar lo que no está a la última.
Hoy
me estoy acordando especialmente de los maravillosos libros de cuentos de la
editorial Molino que leí hasta la extenuación y que se conservan aún en la casa
de mis padres. Eran volúmenes de tapa dura, con cubiertas primorosamente
decoradas e ilustraciones interiores en blanco y negro, estilizadas y
elegantes, muy art decó. Según creo recordar, se habían publicado a comienzos
de los años cuarenta, y cuando yo era niña sus páginas habían adquirido ya ese
carácter quebradizo que obligaba a pasarlas con temor y delicadeza, ya que un
simple doblez derivaba inevitablemente en rotura. Sumergida en su tacto y su
olor, recorriendo aquellas líneas que habían recorrido antes tantos otros ojos
infantiles, conocí el destino funesto de las mujeres de Barbazul, seguí
conteniendo el aliento las evoluciones del marqués de Carabás y su inteligente
gato, me estremecí cuando la bruja encerraba a Hansel y Grethel en una jaula
para hacerlos engordar igual que a pavos. Con frecuencia miro con cierta
envidia a los chavales de hoy en día y me alegro por ellos de que tengan
oportunidades de las que yo carecí, pero este terreno es una excepción. Yo no
leía cuentos bienintencionados que demostraban que el color de la piel carece
de importancia, que es bueno reciclar y que nuestro amiguito puede tener dos
papás o dos mamás sin por eso ser raro o diferente. Todo
esto son enseñanzas, quién lo duda, que es necesario transmitir, pero yo las
aprendí sin por ello renunciar a esos terribles cuentos antiguos plagados de
madrastras perversas, niños en trance de ser precipitados dentro de un horno,
bosques habitados por presencias amenazadoras y estancias cerradas con llave
que escondían espantosos secretos. Benditos sean.
Lo anterior viene a cuento de una noticia que escuché en la radio hace un par
de días. Se trataba de una de esas noticias curiosas que suponen una distensión
en la terrible espiral matutina de revueltas populares, cifras del paro y
epidemias en expansión, y cuyo enunciado se puede presentir por el tono
repentinamente jovial que adopta la voz del locutor. Iba referida, si no recuerdo mal, a una
empresa de telefonía que había realizado el experimento de ofrecer a sus
clientes una tarifa plana de Internet con estupendas condiciones, empañadas tan
sólo por una cláusula escrita en letra pequeña al pie del contrato: a cambio de
las prestaciones recibidas, el usuario se comprometía a entregar a su
primogénito para la eternidad. Se puede anticipar sin demasiado problema cuál
fue el resultado del experimento: un aluvión de clientes ávidos de disfrutar de
las ventajas de semejante tarifa y que ―suponemos― no habían leído la letra
pequeña del contrato.
La
noticia en cuestión ha saltado a los medios en parte por lo que tiene de
chistosa y en parte también porque supone un toque de atención frente a la
extendida costumbre de firmar documentos que no se han leído por completo. A
mí, sin embargo, me retrotrajo de inmediato a mis años de infancia, y me vi con
la nariz metida en aquellos libros tan viejos que me contaban historias tremendas
de parejas que abandonaban a sus hijos en el bosque a merced de las alimañas o
de padres que conseguían satisfacer un deseo renunciando a cambio a la mayor de
sus hijas. Esta curiosa modernización del mundo mágico de mis primeras lecturas
no me ha resultado del todo desagradable y me fascina la idea de un ciberadicto
entregando a su primogénito a las fuerzas oscuras a cambio de una conexión sin
límites en la red. Eso sí: en lo sucesivo, cuando firme un contrato, me
preocuparé de comprobar si en la letra pequeña me estoy comprometiendo a
entregar, como el personaje de Shakespeare, una libra de carne cercana al
corazón, o si simple y llanamente estoy vendiendo mi alma al diablo.
Qué maravilla encontrarse con historias desde la infancia. Y lo cuentas tan bien! A mi me gusta releer libros de los momentos en que descubrí la literatura. Y no me importa que no sean buenos. Eran una ventana. Y aún me proporcionan un i menso placer.
ResponderEliminarLo que me ha sorprendido es lo que cuentas sobre la letra pequeña de los móviles. Nuuunca la leo. Me vas a obligar a hacerlo. De todas formas, si te quieren quitar una libra de carne recuérdales que "sin una gota de sangre". Hay que defenderse de los malvados. L
A mí me ocurre lo mismo con los libros que de niña y adolescente fueron importantes para mí. No es una cuestión de calidad: llegaron en el momento preciso y por ello ocupan un lugar especial en mi aprecio. En cuanto a lo de la libra de carne... Seguiré tu consejo. Hay mucho Shylock por ahí suelto.
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