AMIGOS CON ALAS

Los que desde muy corta edad tenemos una marcada inclinación académica ganamos tal vez en claridad de ideas, pero nos perdemos grandes cosas de la vida. Es una desalentadora conclusión a la que he llegado hace relativamente poco. Yo era una niña con una irrefrenable atracción por lo artístico y lo literario, y me convertí luego en una adolescente que, con la característica arrogancia propia de esos años, rechazaba con desdén todo aquello que no se pudiera englobar en lo que consideraba “cultura” con mayúsculas. Bienvenido fue, por tanto, en mi cerebro, cuanto tuviera que ver con la pintura, el teatro, el cine, la literatura, la música, la danza, la escultura. Yo era, según la denominación al uso por aquellos tiempos, una estudiante muy “de letras”.


Tan temprana especialización me volvió refractaria a otro tipo de conocimientos e inquietudes. La ciencia pasó por mi vida como un veloz vendaval, que duró lo justo y que no me hizo tambalearme ni un ápice; estaba yo bien amarrada a otros asideros e intereses. Las obras del ser humano absorbían toda mi atención; no había sitio en mí para apreciar la naturaleza. No diré que llegara a los extremos de Sherlock Holmes, capaz de distinguir de una mirada la ceniza de cualquier marca de tabaco e ignorante a la vez de que nuestro planeta gira en torno al Sol, pero tampoco le iba muy a la zaga. No en vano, la genial criatura de Conan Doyle ha sido uno de mis personajes favoritos desde muy temprana edad.

Cuando uno va dejando atrás la soberbia de los años mozos, es capaz de lamentarse por las oportunidades perdidas. Yo echo de menos, sobre todo, tener conocimientos acerca de tres tipos de seres que nos acompañan en nuestro periplo sobre este planeta: las estrellas, los árboles, las aves. Confieso que la contemplación de una noche estrellada me sume en el más completo estupor. De los árboles, esas criaturas sobrenaturales que nos anclan a la tierra, apenas puedo distinguir los especímenes más corrientes. Y luego están las aves. Escribo esta entrada porque en los últimos tiempos tengo la impresión de que esos portentosos seres alados han cobrado un protagonismo singular en mi vida cotidiana.

Primero fue una bandada de seis o siete individuos volátiles que hace unos años empezaron a surcar los cielos de mi barrio dejando escapar una ruidosa alharaca de graznidos casi humanos. Vivo en un octavo y con frecuencia los veía pasar planeando en alborotada formación por debajo de mi terraza. Tenían un color verde intenso y un volar raudo, bullanguero, que cambiaba de dirección de forma repentina y se acababa de pronto cuando todos los miembros de la bandada se posaban con alboroto en las ramas de un árbol. Yo observaba con orgullo su inequívoco aspecto tropical, convencida de estar siendo testigo de una visión privilegiada. Qué suerte la mía, de vivir en un barrio habitado por semejantes criaturas exóticas. Un día, un vecino que me vio observándolas con curiosidad desde el pie de un árbol, me desveló el misterio: Son cotorras, me dijo. Mi imaginación se desbocó. De dónde procedería aquel grupo de cotorras en libertad, quién habría dejado escapar a una primera pareja, el Adán y Eva de las cotorras, que se habían reproducido hasta dar origen a ese milagro. Por supuesto, cuando se me ocurrió comentarlo con amigos y compañeros de trabajo, descubrí que tener una bandada de dichas aves en el vecindario era algo más que habitual. Busqué entonces en la web y mi decepción fue absoluta: la proliferación de las cotorras argentinas por todo Madrid era un hecho detectado y profusamente comentado en la prensa. No era yo, como por un momento me atreví a pensar, la afortunada espectadora habitual de un espectáculo único.

Otro personaje alado que me acompaña en los últimos tiempos me parece que presenta una mayor singularidad. La primera vez que lo vi, el invierno pasado, en un parque por el que doy frecuentes paseos, me quedé sorprendida por su peculiar fisonomía. Era un ave de tamaño similar al de una paloma, con cabeza grande y alargada, coronada por una vistosa capucha de color rojo. En su cuerpo se alternaban varios tonos de verde y tenía un largo pico que introducía una y otra vez, nerviosamente, en la tierra bajo el césped. Me detuve a observarla. Avancé hacia ella; retrocedió. Comprendí que si daba un solo paso más, la perdería de vista. Me quedé muy quieta, pues, contemplándola. La asociación de ideas fue inmediata: me la imaginé posada en el tronco de un árbol, golpeando la madera a intervalos regulares. Reconozco que la imagen que vino en aquellos instantes a mi cabeza fue la del Pájaro Loco de mis dibujos de infancia. Si hubiera estudiado las aves en algún momento de mi vida, sin duda habría tenido otro tipo de asociación, digamos, más adulta.

El misterioso personajito que tanto me recordaba a un pájaro carpintero apareció desde entonces de forma irregular en mis paseos. Lo confieso: desde que lo vi por primera vez, siempre que me acercaba al mencionado parque lo iba buscando con la mirada. No todos los días me veía recompensada con su presencia, lo que hacía que los encuentros adquirieran un valor especial. “¡Ahí tenemos a nuestro amigo!”, exclamaba con emoción en cuanto lo veía (mi acompañante habitual en esos paseos dejó pronto de preguntarme a quién me refería). El pájaro en cuestión estaba siempre solo, en el mismo sector del césped, introduciendo frenéticamente su pico en la tierra, nunca encaramado al tronco de un árbol. Un día, finalmente, hice lo más práctico, que fue indagar sobre la especie a la que pertenecía mi ya amigo con alas. Se lo describí a una compañera de trabajo, que es profesora de Ciencias Naturales, y que a las dos frases me interrumpió para afirmar con seguridad: “Es un pito real”. No andaba yo tan desencaminada, pese a mi ignorancia en cuestiones zoológicas: mi amigo pertenecía, en efecto, a la familia de los pájaros carpinteros, y era, por tanto, pariente con plumas de verdad del divertido Pájaro Loco.

El pito real que habita en mi parque es un aliciente para mis habituales paseos. Se marchó con la llegada del buen tiempo y ha vuelto este invierno, aunque ha elegido para su impaciente actividad sondeadora un sector distinto de hierba. Me muero por verlo encaramado a un tronco de árbol, golpeando rítmicamente la madera, como su linaje exige. No pierdo la esperanza de lograrlo. A falta de una fotografía original –no suelo llevar cámara conmigo, y aunque la llevara, no creo que mi esquivo amigo se dejara robar de semejante forma la imagen-, incluyo el precioso sello emitido por Correos el año 2008, perteneciente a una serie dedicada a la Fauna de España.


Mi última experiencia con seres alados data de hace unas pocas semanas, y sucedió en mi misma casa. Estaba en el dormitorio, que es el punto más alejado de la terraza, cuando oí que desde esta llegaba una algarabía que no pude identificar. Avancé por el pasillo con un poco de recelo; cuando entré en el salón, comprendí que las notas potentes que inundaban el piso entero eran el canto de un pájaro. Y allí estaba el responsable, cómodamente instalado en una de las jardineras de la terraza. Era un petirrojo –una de las pocas especies de aves que reconozco a primera vista-, que emitía a voz en cuello una notas agudísimas, penetrantes, llenas de alegría de vivir. Se le veía entusiasmado, aposentado en mi jardinera. Por un segundo pensé que me iba a ver y que se marcharía volando, pero no fue así. Mi entrada en el salón interrumpió apenas un segundo su canto, que luego se reanudó con una vehemencia aún mayor. Me pareció fascinante la contemplación de un cuerpo tan pequeño y tan lleno de alborozo.

No sé el rato que permanecí allí de pie, muy quieta, escuchando cantar al petirrojo. Cuando este decidió al fin buscar otro escenario para su interpretación, me encontré algo alelada. En seguida me vino a la cabeza una leyenda piadosa que cuenta Alfonso X en una de sus Cantigas, la del monje que se abstrae escuchando los hermosos gorjeos de un pajarillo, y, cuando vuelve a la realidad y regresa al convento del que es abad, descubre que han pasado varios siglos y que es un desconocido para los miembros de su propia comunidad. Por un instante, fantaseé con la posibilidad de que durante el breve canto del petirrojo, el mundo que conozco hubiera caído en el olvido. Está claro que no tengo arreglo: incluso cuando pretendo fijarme en el mundo natural, acabo hablando de literatura.

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